(3) EL CUENTO DE LAS COMADREJAS, de Juan José Campanella.

DEPREDADORES Y PRESAS
El prestigioso y galardonado cineasta argentino J. J. Campanella, con experiencia también en TV y en teatro, nos fascinó profundamente cuando vimos sus mejores películas: El hijo de la novia (2001), Luna de Avellaneda (2004) y El secreto de sus ojos (2009) —premiada con el Oscar de Hollywood—. Ahora ha puesto al día un antiguo film de J. A. Martínez Suárez —Los muchachos de antes no usaban arsénico (1976)— para elaborar una comedia negra que retoma importantes elementos de El crepúsculo de los dioses (Billy Wilder, 1950) y les confiere el humor y la ligereza típicos de los divertidos filmes británicos de la Ealing Studios.
Aquí encontramos a la madura estrella de cine que vive retirada en un señorial caserón campestre, rodeada de objetos y de recuerdos, en compañía de un actor —su marido—, un guionista y un director que forjaron su fulgurante carrera profesional. Todos ellos quedaron afectados personal y laboralmente —se comenta— por la pasada dictadura militar.
La película debe gran parte de su atractivo a un magnífico reparto integrado por Graciela Borges, Luis Brandoni, Óscar Martínez, Marcos Mundstock —“Les Luthiers”— y otros. La repentina —y preparada— irrupción de una joven pareja en su apartada mansión viene a trastocar la plácida existencia —no exenta de pequeños roces y picardías— de los allí instalados: los invasores son dos agresivos agentes de la propiedad inmobiliaria que pretenden adquirir la residencia y los terrenos para especular con ellos.
Con abundantes referencias cinéfilas, El cuento de las comadrejas presenta una excelente fotografía y una brillante escenografía, constituyendo también un relato con implicaciones sociales en torno a los nuevos depredadores económicos, la ruina de los viejos no previsores, el olvido popular de las antiguas celebridades, las sólidas amistades fraguadas durante años, etc. Es también una metáfora que alude en su título al escurridizo mustélido carnívoro dotado de una gran facilidad para introducirse en guaridas y recintos cerrados para matar y devorar a ratones, conejos y gallinas.
En realidad no se está planteando aquí el conflicto entre lo vetusto y lo moderno sino entre la conciencia moral y la cínica indecencia. Pero encajar a la perfección durante dos horas los muy diversos resortes puestos en juego —ironía, sarcasmo, afecto, erudición, nostalgia, vanidad,, etc.— es una tarea muy difícil de ser llevada a la práctica. A veces da la impresión de que el fulgor de los ingeniosos diálogos se ha puesto al servicio del exhibicionismo verbal de los personajes a costa de descuidar la profundización en sus distintos caracteres, recuerdos y anhelos.
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