(4) LOS HERMANOS SISTERS, de Jacques Audiard.

FRATERNIDAD Y VIOLENCIA EN EL OESTE AMERICANO
Nadie podía imaginar que el francés Jacques Audiard, un cineasta culto y sofisticado que ha realizado Un profeta (2009), De óxido y hueso (2012), Dheepan (2015), etc., aceptara el encargo de hacer una película del Oeste —un universo rudo y primitivo—. Pero convirtiendo en guión la novela homónima de Patrick DeWitt se ha sumado a lo que se denominó neo-western —Peckinpah, R. Brooks, Penn, Leone… hasta Tarantino y el Clint Eastwood de Sin perdón (1992)—, una renovación tanto formal como de contenidos que aparte de poner al día los códigos lingüísticos, otorgó más complejidad y profundidad a los personajes —hasta entonces bastante estereotipados— de un mundo crepuscular que también auguraban la crisis que había empezado a afectar al género en los años 60.
La polémica estaba servida pues los ortodoxos de la añoranza y la tradición nunca aceptaron un cambio que suponía la destrucción de los clichés largamente utilizados y aceptados así como el ocaso de esa épica violenta que los conformaba. Pero en Los hermanos Sisters —premio a la mejor dirección en el festival de Venecia 2018— no faltan sin embargo referencias, más o menos sutiles, a imágenes, tipos y situaciones propias del western clásico: obras de Hawks, Wellman y Walsh sin olvidar, naturalmente, las aportaciones de Ford y su Centauros del desierto (1956) y de Huston y su El tesoro de Sierra Madre (1948) además de recoger los lejanos ecos de Welles y de Laughton a la hora de dirigir una mirada nostálgica sobre una infancia tan lejana como desgraciada y sobre la necesidad de refugiarse en el regazo materno en el ámbito acogedor del hogar.
Jacques Audiard olvida pues los tópicos habituales del género para urdir un relato dramático inserto en la modernidad con detalles que no excluyen la ironía y que revelan la mentalidad de un intelectual europeo. Un relato protagonizado por antihéroes atenazados por la inseguridad, la angustia existencial y la melancolía que son mostrados al espectador mediante rupturas espacio-temporales, encuadres dinámicos y un montaje rápido de planos cortos en los momentos álgidos de acción. Un dispositivo expresivo que pone fin al superficial artificio de lo rutinario y de lo establecido en un género que, no obstante, había propiciado varias obras maestras. Porque todo mecanismo narrativo —viejo o novedoso— se asienta en un repertorio de convenciones de lenguaje y de estilo que logran consolidarse gracias a su demostrada productividad de sentido. En el film de J. Audiard se añade a todo ello el malestar psíquico, los resortes freudianos, los remordimientos y el ansia de un cambio de vida: pacífica, tranquila y, si es posible, segura y confortable. Pero una vez más la utopía es continuamente asediada por la realidad.
John C. Reilly y Joaquin Phoenix, como Charlie y Eli Sisters, a la cabeza de un amplio reparto, realizan una actuación sobresaliente encarnando a dos hermanos sicarios —con su mutuo afecto y sus diferencias— al servicio de un magnate sin escrúpulos y arrastrando un terrible pasado familiar: sus frecuentes conversaciones les llevan a la reflexión y ponen en cuestión su sangrienta trayectoria profesional mientras se muestra el marco socio-económico de un mundo incivilizado abocado a transformarse: el verismo propicia así la aparición de los primeros cepillos de dientes, el wáter con cisterna, el rústico corte de pelo, los hoteles… Tanto en el Oregón como en la California de 1851, en plena fiebre del oro, empieza a surgir una nueva sociedad con ideales de orden, justicia y prosperidad. Y dos personajes errantes llenos de humanidad y contradicciones, pero también de ternura, que han hecho de la violencia y la muerte la razón de su existencia, toman conciencia de la maldad de un ambiente contaminado por una miseria tanto material como moral.
Rodada la película en España —la reseca Almería y los verdes paisajes del norte navarro y aragonés— y en Rumanía, Los hermanos Sisters marca probablemente un hito en la evolución del western y nunca se decanta por un esteticismo estéril —en encuadres, escenarios naturales o color— sino por un realismo sucio dominado por las sombras y la oscuridad… hasta llegar a un luminoso y quizás ilusorio desenlace.
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