(3) EL CANDIDATO, de Jason Reitman.

VICIOS PRIVADOS, VIRTUDES PÚBLICAS
A la serie de interesantes películas sobre la política y los políticos que el cine estadounidense ha confeccionado a lo largo de su historia cabría añadir ahora El candidato, dirigida por el estimable cineasta Jason Reitman —Juno, Up in the air, Young adults, Tully, etc.—, hijo del discreto Ivan Reitman que reventó las taquillas con Los cazafantasmas (1984). El título original del film ahora estrenado es El corredor de delante, lo que viene a evidenciar que muchos distribuidores españoles siguen careciendo de seriedad profesional y de imaginación porque, una vez más, han contribuido a la confusión de los aficionados, los críticos y los historiadores: El candidato fue el nombre de una película dirigida en 1972 por Michael Ritchie, producida e interpretada por Robert Redford.
Protagonizada por Hugh Jackman y basada en un libro de Matt Bai, narra el episodio que acabó con la carrera política del senador Gary Hart, candidato demócrata a la presidencia de Estados Unidos en 1987, que en plena campaña electoral fue sorprendido manteniendo una relación extramatrimonial, cebándose la prensa en el suceso y convirtiéndolo en un escándalo nacional. Sus aspiraciones a ocupar la Casa Blanca sólo habían durado tres semanas. Y en 1988 fue elegido presidente de la nación el republicano George Bush (padre).
El film ha sido realizado al modo televisivo, como una especie de reportaje, con escenas de corta duración unidas por un hábil montaje y con un ritmo vivo que nunca decae. La intención de los autores ha sido la de alcanzar una objetividad alejada de todo partidismo y de cualquier prejuicio moralizante. Pero esta pretendida neutralidad, ciñéndose únicamente a los hechos, no consigue despejar las dudas ni resolver todos los dilemas. Probablemente la crónica hubiera requerido alguna reflexión ligada, inevitablemente, a una toma de partido. Ahora sólo el público tiene la palabra.
Uno se pregunta, pues, si en el terreno de la política puede deslindarse la moral colectiva de la decencia privada —la fidelidad conyugal—, si cabe separar la recta dirección y administración de un país de una honesta conducta individual, concretamente en la esfera sexual —cuyas normas suelen variar de acuerdo con la época y el lugar objeto de consideración—. ¿Es lícito matizar la integridad personal relativizando la exigencia ética según el ámbito de actuación? Hasta ese momento los medios informativos no habían entrado a valorar ni habían publicitado la intimidad erótica de los personajes públicos. Había un acuerdo tácito de respeto: a John F. Kennedy le perdonaron todos sus deslices pero ya no a Bill Clinton. La masiva divulgación de este acontecimiento ¿fue la consecuencia de una rigurosa exigencia moral, de un puritanismo tan intolerante como hipócrita o de un sensacionalismo aprovechado para aumentar los beneficios empresariales?
El candidato es un relato que nos mueve a pensar. La respetuosa colaboración entre prensa y política en los EE. UU. se convirtió desde entonces en una obsesiva vigilancia interesada en sacar a relucir los trapos sucios de los famosos para alimentar la morbosa curiosidad de unos ciudadanos convertidos en lectores, en oyentes y en espectadores.
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