(3) DOGMAN, de Matteo Garrone.

LA LEY DEL MÁS FUERTE
En cineasta italiano Matteo Garrone (Roma, 1968) nos impactó con su film Gomorra (2008) y su prestigio se confirmó con el posterior estreno de Reality (2012) y de El cuento de los cuentos (2015). Con Dogman retorna al mundo marginal y violento de un suburbio desolado y económicamente deprimido donde la ciudad pierde su nombre y la delincuencia es el camino elegido o imprescindible para sobrevivir.
El protagonista —encarnado por el actor Marcello Forte, galardonado en Cannes 2018— es un pobre hombre, apocado, servicial y minúsculo, que se dedica profesionalmente a cuidar y acicalar a los perros y que entra en una espiral de brutalidad y codicia —la cárcel no le ha regenerado sino envilecido— de la que no podrá escapar. Su segunda ocupación es la de traficante de pequeñas cantidades de cocaína y la tóxica relación que mantiene con un antiguo boxeador adicto y ladrón le llevarán a un callejón sin salida, atrapado entre la obediencia ciega, la absoluta sumisión, y una tardía rebeldía conducente a una terrible venganza. Hay decisiones personales en la vida que traen consecuencias tan duras como inesperadas e incontrolables.
Una fotografía contrastada, hecha de claroscuros, retrata el clima agobiante de un hampa tercermundista regido por la agresividad, los hurtos y los ajustes de cuentas, lo que es causante de un estado de permanente inseguridad. La policía hace lo que puede y los ciudadanos no siempre colaboran.
Hay docenas de películas con presencia de perros, animales que muchas veces sirven para construir metáforas en torno a la crueldad, la afectividad, la soledad o la miseria.
En esta película la especial relación entre el débil y el bruto —un antiguo boxeador incapaz de controlar su furia, consumidor compulsivo del polvo blanco— presenta matices interesantes porque hay una sutil mezcla del “síndrome de Estocolmo”, con el cuidador de perros (la víctima) sumiso y agradecido al energúmeno (el verdugo) por miedo a sufrir males mayores, y el nacimiento de un odio visceral que llevará al humillado a querer destruir a toda costa al causante de sus males, los de alguien que ya ha sido golpeado por la vida y cuyo único consuelo es el cariño hacia su pequeña hija.
Se me ocurren algunas referencias que emparentan otros filmes con el último de Matteo Garrone: la peculiar relación de sometimiento y pánico —pero también de inteligente réplica— entre el hombrecito frágil y el forzudo gigante ya la vimos reflejada de forma cómica en algunos títulos de Charles Chaplin. Por otra parte, el papel de los canes en El perro (A. Isasi Isasmendi, 1977) y en Perro blanco (Sam Fuller, 1982) tiene implicaciones morales y legales que determinan el concreto sentido de su convivencia con los humanos.
Algún comentarista ha aludido a la herencia recibida por Dogman procedente del Neorrealismo italiano de posguerra, pero a mí me recuerda sobre todo a la atmósfera turbia y amenazante que dominaba el excelente relato negro Noche en la ciudad (Jules Dassin, 1950). Y no puedo olvidar un fallo imperdonable: resulta totalmente imposible que el menudo protagonista sea capaz de trasladar tan fácilmente el pesado corpachón de su adversario muerto.
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