(2) LA GAVIOTA, de Michael Mayer.

DECADENCIA Y MELANCOLÍA
De la obra teatral La gaviota —un gran fracaso en su estreno de 1896— se habían hecho ya dos adaptaciones fílmicas: una por Sidney Lumet (1968) y otra por Marco Bellocchio (1978). El texto marcó el inicio de la postrera etapa de esplendor de Anton Chéjov (1860-1904), que ya había redactado relatos breves en prosa, como escritor de piezas escénicas en las que vertió no pocas de sus vivencias biográficas: larga estancia en el campo, lento aprendizaje literario con éxito escaso o tardío, médico rural, enfermo de tuberculosis y dedicado al cultivo de las tierras, casado con un actriz…
La producción USA ahora estrenada, con una magnífica interpretación de Annette Bening, es el tercer largometraje de Michael Mayer —Una casa en el fin del mundo (2004) y Flicka (2006)—, que convierte en película una de la piezas escénicas del autor ruso —recordemos El tío Vania y El jardín de los cerezos— repletas de sentimientos de infelicidad, frustración y melancolía, incluso con intentos de suicidio, a causa fundamentalmente de amores no correspondidos y de fracasos en la dedicación profesional. La gaviota es un drama coral adscrito a un naturalismo inmerso en la cotidianeidad —moderno en su momento, como el de los dramaturgos nórdicos— que no olvida satirizar en una escena la afectación y la vacua retórica de los desfasados dramaturgos “decadentistas”.
Los personajes habitan, temporal o permanentemente, en un gran caserón campestre donde se desarrollan las desventuras de unos pequeño-burgueses terratenientes de provincias y artistas: una actriz en decadencia y otra debutante, un escritor famoso y otro fracasado, etc., jóvenes y viejos que esperan en vano un atisbo de fortuna y prosperidad en un esplendoroso verano propicio a la placidez y la ociosidad.
Pero el teatro y el cine poseen lenguajes distintos pese a compartir algunos elementos comunes como son los actores, las palabras y la expresión de ideas y sentimientos aunque en el escenario la comunicación con el espectador se produce en directo, en vivo, y mediante diálogos o monólogos narrativos, mientras en la película deben mostrarse las imágenes y los sonidos para informar al público mediante elípticas sugerencias y sin explicaciones demasiado explícitas. Lamentablemente, en la mayoría de ocasiones las más fieles traslaciones de un medio al otro no pasan de ser “teatro filmado” salvo en los casos excepcionales en que el libreto teatral se convierte en mero punto de partida —los personajes, conflictos y ambientes— para elaborar otra clase de representación, un nuevo producto, como fue el caso modélico de Orson Welles en Campanadas a medianoche (1964) y de Louis Malle en Vania en la calle 42 (1994).
Y así, pese a que el estilo de Chéjov tiende a evitar los excesos melodramáticos para descansar en la sencillez de las emociones y en el aliento poético, he de confesar que en esta ocasión la película me ha dejado bastante frío y distante, sin provocar en mí la conmoción y la piedad esperables. Lo que atribuyo a la académica y aséptica corrección del relato, fruto de la mecánica y poco creativa plasmación de la obra original —a través del guión y de la puesta en escena— al específico formato fílmico.
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