(2) ORO, de Agustín Díaz Yanes.

EPOPEYA Y CODICIA
Tras un largo silencio creativo, Agustín Díaz Yanes ha realizado su 5ª película a partir de un relato inédito de Arturo Pérez-Reverte —también guionista— inspirado en las peripecias de los conquistadores y colonizadores españoles del siglo XVI que buscaron, en las aún desconocidas tierras transoceánicas —llamadas las Indias o el Nuevo Mundo— fama y fortuna persiguiendo la quimera de una mítica ciudad de oro.
Había al menos, dos conocidos antecedentes fílmicos sobre la aventura de un grupo de soldados españoles, al mando de Lope de Aguirre, Álvaro de Bazán y otros, por las selvas americanas: Aguirre, la cólera de Dios —Werner Herzog, 1979— y El Dorado —Carlos Saura, 1987—. Con estilos diferentes, estas películas mostraban la codicia y la locura de unos personajes que los libros de historia franquistas de la larga posguerra nos habían presentado como grandes héroes y buenos cristianos obsesionados por la causa civilizadora y la obra evangelizadora de unos salvajes nacidos en las tierras indómitas recién descubiertas.
En esta ocasión, el film destaca por la abundancia y calidad de sus intérpretes: Raúl Arévalo, José Coronado, Óscar Jaenada, Bárbara Lennie, etc. Característico es en Oro el tono sombrío de las imágenes en una zona tropical supuestamente soleada y luminosa, lo que puede explicarse por la penumbra producida por la densidad arbórea de la selva y por la abundancia de escenas nocturnas, aunque también puede obedecer a la intención de materializar el carácter trágico de la historia narrada, soslayando el optimismo de la épica oficial con personajes desgajados ya de la lejana Corona —el emperador Carlos I—, ahora esclavos de la ambición y la lujuria, de la indisciplina y la sinrazón, de la violencia y la muerte. El papel del fraile, dedicado a salvar almas, evitar ejecuciones injustificadas y condenar los pecados carnales, tiene su contrapunto —vitalista y excéptico— en el personaje emancipado encarnado por Juan Diego.
Llama poderosamente la atención, por su novedad, el interés puesto en la procedencia regional de los expedicionarios, fuente de mutuos recelos y disputas, un tributo sin duda a la actualidad nacional que nos aflige. También resulta paradójico el tono claustrofóbico del relato, con episodios sangrientos que afectan poco a su evolución seguramente para dar la idea de estar ocupando un espacio simbólico en el que las conductas individuales son consecuencia exclusiva de un aislado estancamiento —por la inexistencia real de horizontes, por lo que hoy sería una angustia vital—. Con sus limitaciones, Oro es un film estimable que nada tiene que ver con la falsa mística y la manipulación histórica de títulos emblemáticos como Alba de América —Juan de Orduña, 1951—.
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