(4) MORIR, de Fernando Franco.

EROS Y TÁNATOS
Creíamos saberlo ya todo sobre el dolor y el sufrimiento humanos después de haber visto e interiorizado Gritos y susurros (Ingmar Bergman, 1972) y Amor (Michael Haneke, 2012) cuando nos llega Morir, el segundo largometraje de Fernando Franco (Sevilla, 1976), un film que continúa la línea iniciada en su debut por La herida (2013), un relato sobre las terribles consecuencias del trastorno mental en el que ya figuraban como intérpretes los excelentes Marian Álvarez y Andrés Gertrúdix, actual pareja en la vida real.
La película se ubica en el País vasco, donde Marta asiste al lento y progresivo deterioro, tanto físico como mental, de su compañero Luis, con quien convive. La repercusión de la salud de una persona en la calidad y estabilidad de las relaciones de pareja es una cuestión importante, especialmente si se trata de una enfermedad terminal. Pero este film es algo más complejo, algo más profundo que un repertorio de sentimientos de piedad o de infelicidad porque constata que cuidar largamente de una persona dependiente puede dar lugar a un proceso psicológico devastador si no logran anestesiarse antes los propios afectos. El tiempo de desgracia va pasando lentamente mientras van surgiendo silenciosamente las consecuencias de la dramática convivencia: se suceden las fases de dedicación absoluta, de tristeza, de preocupación, de sacrificio, de culpa, de miedo, de agresividad, de malestar, de silencio, se soledad, de reproches, de depresión, de celos, de evasión y de distanciamiento. Sin olvidar las contradicciones internas entre la generosidad del socorro y la pulsión egoísta de salvarse primero uno mismo.
En el film se evita en todo exceso sensiblero, todo gesto melodramático y toda receta moralizante. La frialdad narrativa conduce a la lucidez al contemplar la tragedia en toda su desnudez. El rigor en el estudio psicológico de Marta es extraordinario y lo es porque lo permiten las formas expresivas del llamado cine “moderno”: la profundidad del tratamiento de un tema ya no depende de su base literaria sino de los instrumentos audiovisuales utilizados, principalmente la cámara y los actores. Ya no se juzgan sino que se muestran los hechos de forma aséptica, distanciada, sin imponer su moralidad en el momento de la representación (el rodaje) sino valorándola tras la visión de la obra y la reflexión a cargo del espectador. Los tiempos dramáticamente muertos son fundamentales, captando la verdad sin truco mi mediación alguna. Lo sustantivo puede apreciarse sobre todo en aquellos momentos en que aparentemente “no pasa nada”.
Los planos de larga duración —a veces planos-secuencia—, la ausencia de música en la banda sonora y el rechazo de la voz en off para los monólogos interiores, entre otros muchos aspectos de la puesta en escena, certifican la gran autenticidad y la calidad de un film como Morir, sin duda uno de los mejores de este año de los hechos en nuestro país.
El guión está libremente inspirado en un relato corto homónimo de Arthur Schnitzler (1862-1931), un médico, dramaturgo y novelista austríaco que vivió la edad de oro de la cultura centroeuropea. En sus obras diseccionó con la precisión de un bisturí la conexión dialéctica entre apariencia y realidad, entre juego y violencia, mostrándonos sin eufemismos, disimulos ni coartadas el carácter trágico de las distintas crisis personales en el mundo contemporáneo.
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