(4) LOS DEMONIOS, de Philippe Lesage.

EL SADISMO DE NUESTRA INFANCIA
Este segundo largometraje de ficción del documentalista canadiense francófono Philippe Lesage —totalmente desconocido hasta ahora entre nosotros— fue considerado el mejor del año por la Asociación de Críticos de Canadá, nada extraño si tenemos en cuenta el especial desgarro de su contenido y el rigor formal con que es expuesto, ostensiblemente emparentado con el estilo fílmico “distanciador” del austriaco Michael Haneke.
El protagonista Félix, de diez años de edad, un pre-adolescente de clase media, asume el punto de vista narrativo —que es también el del director, que ha confesado inspirarse en sus propios recuerdos biográficos— para explicar la compleja personalidad de un niño asfixiado y atormentado por el miedo, la timidez, el desprecio ajeno, el supuesto abandono familiar, las discusiones conyugales, los primeros conocimientos sobre el amor y el sexo, el acoso escolar, el acecho de pederastas… un repertorio nada idealizado de horrores infantiles que nos son presentados con ciertas dosis de ambigüedad, con fragmentos de relato mostrados a modo de una pesadilla creadora de particulares “fantasmas”. Por eso la película ofrece en determinados momentos dos versiones de los mismos hechos: la naturalista y la imaginada.
Philippe Lesage mezcla el discurso de la realidad y el de la fantasía en el mismo nivel de significación fílmica, sin diferencias entre inocencia y perversidad —la sombra de Freud es alargada— en un contexto marcado por las noticias y sensaciones provenientes del mundo exterior que convierten al pequeño protagonista en víctima de un entorno que no puede comprender y que percibe como agresivo y cruel. Recordemos el viejo libro de Terenci Moix, precisamente titulado El sadismo de nuestra infancia, y cambiemos el tortuoso clima social y moral del franquismo por los ocultos rincones de la mente puestos al descubierto por el psicoanálisis.
Pero aparte o junto al implacable universo descrito tenemos la gran originalidad y pericia de un cineasta cuyo estilo narrativo se caracteriza por una enorme frialdad expresiva gracias a la cual no hay en la obra el menor atisbo de sentimentalismo, de moralismo o de recetas psicológicas, con la omnipresencia de largos planos-secuencia y la abundancia de “tiempos dramáticamente muertos” destinados a presentar al espectador una sucesión no cronológica de sucesos reales, pensados o soñados de modo que le permitan una completa libertad para interpretarlos.
Con el empleo de abundantes planos generales, el director no fuerza la mirada del destinatario, que puede así elegir el objeto de su atención y descifrar lo que está contemplando en medio de una multitud de personajes difuminados, como sucede en las abigarradas viñetas de algunas modernas historietas gráficas. La diferencia estriba en que el realizador se permite matizar determinadas escenas con suaves panorámicas, descriptivos travellings y lentos zooms que amplían la información del receptor.
Los demonios es un catálogo de traumas infantiles que, normalmente, siembran de espinas el camino que lleva hacia la adolescencia —también problemática— y la juventud antes de alcanzar la madurez. No menos apasionantes son las cuestiones teóricas que plantea la película. ¿Por qué algunas experiencias de la niñez se olvidan sin dejar huella, diluidas en la cotidianeidad, y otras se convierten en insoportables recuerdos acompañados de angustia? ¿Por qué ciertas situaciones se insertan en la normalidad del compadreo entre amigos y otras dejan una indeleble marca de culpabilidad?
Por otra parte, ¿en qué circunstancias los “tiempos muertos” son la causa de escenas vacías, banales y de mero relleno mientras en otros casos —utilizados por cineastas con talento— constituyen la esencia de la modernidad cinematográfica, capaz de alcanzar la objetividad y la neutralidad valorativa, merced a una mirada fenomenológica que materializa el paso del tiempo y revela la verdadera naturaleza del ser humano, sin artificio literario alguno? Ahí radica la grandeza del buen cine.
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