(3) ÚLTIMOS DÍAS EN LA HABANA, de Fernando Pérez.

SOBREVIVIR EN CUBA
La épica revolucionaria y el credo marxista fueron la guía del cine cubano entre 1959 y 1990, hasta que la URSS se desmoronó y dejaron de llegar a la isla ayudas económicas y productos de primera necesidad. No por casualidad, la película que marcó una nueva etapa fue la emblemática Fresa y chocolate (Tomás Gutiérrez Alea y Juan Carlos Tabío, 1993), donde la retórica política dejaba paso a una mirada testimonial sobre la realidad de Cuba y, más concretamente, sobre la ciudad de La Habana, con las carencias materiales cotidianas de unos ciudadanos que ya podían mostrar en la pantalla sus diferencias ideológicas, cumpliéndose de esta manera el acuerdo —expreso o tácito— entre el gobierno y la gente de la cultura —cine y literatura, básicamente— de no atacar directamente al sistema castrista a cambio de gozar de un cierto margen de libertad para reflejar sin eufemismos el día a día de la población.
El realizador Fernando Pérez —del que nos llegaron La vida es silbar (1998), Suite Habana (2003) y Madrigal (2006)— pertenece a ese nuevo cine que podemos calificar como un “neorrealismo cubano” que fija su atención en un colectivo urbano —representado por protagonistas individuales— mezclando drama y humor para elaborar unas crónicas costumbristas de la cotidianeidad que tienen como denominador común el tema de la supervivencia y la precariedad pero también el de la gran imaginación de los personajes para tirar adelante y el de las ilusiones frustradas pero siempre presentes en el prosaico devenir de los ciudadanos.
Últimos días en La Habana, film premiado en el festival de Málaga, destaca no por su novedad sino por la cálida humanidad que desprende el relato, por unos diálogos de gran intensidad expresiva y por unos actores que confieren plena verosimilitud a su labor interpretativa. Una vez más, hallamos aquí la penuria material —casas desconchadas, alimentos básicos, viejos electrodomésticos, antiguos coches mil veces reparados, prostitución de uno y otro sexo, etc.—, el discreto pero omnipresente control policial, la coexistencia de un desencanto político generalizado con algunos acérrimos creyentes en la utopía comunista, la esperanza puesta en la emigración a los EE. UU., etc.
Esta coproducción entre Cuba y España —Generalitat Valenciana, de la que sale una senyera— tiene como eje narrativo la amistad, en este caso entre Miguel (Patricio Wood) y Diego (Jorge Martínez). El primero, de carácter introvertido y taciturno, es un lavaplatos en un restaurante privado que espera en vano un visado para marchar a Nueva York. El segundo, un homosexual enfermo de SIDA, postrado en la cama y atendido por el amigo con quien convive, es extrovertido, jaranero, todavía ilusionado y vitalista pese a su deteriorado estado físico, aunque no lleguemos a conocer el origen y la entidad de sus afectivas relaciones personales.
El film es un magnífico retrato de la “moral de subsistencia” —deserciones y picaresca aparte— que ha tenido que asumir la sufrida ciudadanía cubana desde el triunfo de su revolución. Vemos secuencias en interiores y en exteriores —las calles se filmaron a veces con cámara oculta—, se evita todo artificio estético que pudiera embellecer la realidad, el rodaje se hizo con sonido directo y con música caribeña integrada de forma naturalista en las escenas —la radio, un cantante, un baile popular—. Una película sobre un cambio anunciado que no acaba de llegar y sobre un moribundo que sufre resignadamente la prolongación de su agonía. Quizás una metáfora secreta sobre un determinado país y un régimen concreto.
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