(1) KONG: LA ISLA CALAVERA, de Jordan Vogt-Roberts.

CUANDO EL TAMAÑO (DEL MONSTRUO) SÍ IMPORTA
Resulta vertiginosa la trayectoria ascendente de Jordan Vogt-Roberts dentro de la industria cinematográfica USA, pasando de la noche a la mañana de las estrecheces propias del circuito underground en su debut Los reyes del verano (2013) a la grandilocuencia consustancial del blockbuster hollywoodiense en la presente Kong: La lsla Calavera. Aún así, a pesar de sus notables diferencias, ambos productos comparten un nexo común: la reivindicación del sentido más lúdico de la aventura; la propuesta de una evasión sin coartadas, no como acto de rebeldía frente a la autoridad sino como simple entretenimiento.
El famoso lema olímpico Citius, Altius, Fortius —más rápido, más alto, más fuerte— se puede aplicar perfectamente al planteamiento de su segundo largometraje. El regreso de King Kong a la gran pantalla, tras la rememoración nostálgica de Peter Jackson en King Kong (2005), no es sino el previsible paso evolutivo del (sub)género llamado “cine de monstruos”, gracias al desarrollo técnico que permite auténticas virguerías visuales en realidad virtual y a la búsqueda incesante del factor sorpresa en un público ya acostumbrado a la plasmación de “lo maravilloso”. Si el espectador ya conoce al icono de terror de turno, ¿qué mejor manera de impresionarlo que triplicar su tamaño, haciéndolo más fuerte, más feroz, más peligroso? Aquí el simio gigante que ideó Edgar Wallace y sirvió de inspiración para la célebre película de 1933 adquiere dimensiones colosales, hasta el punto de alzarse en el horizonte como una montaña sin sufrir las lógicas consecuencias que la gravedad desataría en un ser vivo de semejante envergadura.
No falta en Kong: La lsla Calavera divertidos momentos de humor, diligentes secuencias de acción y un ritmo creciente cuyo momento álgido, el duelo a muerte entre monstruos, se me antoja la traca final de un espectáculo pirotécnico apabullante, tan vacuo como cautivador. Tan liviano como sugestivo.
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