(4) YO, DANIEL BLAKE, de Ken Loach.

ENTRE LA BUROCRACIA ESTATAL Y LA SOLIDARIDAD DE CLASE
Ganadora de la Palma de Oro en el festival de Cannes de este año, Yo, Daniel Blake parte de un guión de Paul Laverty, colaborador habitual de Ken Loach, que lo escribió como un relato de ficción a partir de diversas confidencias oídas y observaciones efectuadas a lo largo y ancho de Gran Bretaña en compañía del realizador británico. Su protagonista es David Blake, un carpintero viudo de 59 años, residente en Newcastle, que ha sufrido un percance cardíaco y que decide solicitar una ayuda económica estatal. La kafkiana burocracia de la Administración pone difícil, por no decir imposible, el éxito de su justa petición. Efectivamente: como enfermo no puede trabajar pero si no está buscando un trabajo no puede solicitar el subsidio. Entre la pensión de invalidez y la ayuda al desempleo —que no terminan de llegar— el protagonista queda atascado en un terreno de nadie, en un verdadero laberinto jurídico.
La película cobra una nueva dimensión y una mayor complejidad con la aparición de Katie, madre soltera de 27 años y con dos hijos, que está sin trabajo y ocupa una vivienda pública lejos de su Londres natal. Ambos se conocen en una Oficina de Empleo, se apoyan mutuamente y acaban unidos por un afecto presidido por la solidaridad de los perdedores. El film es una nueva muestra del mejor cine social —con las inevitables implicaciones políticas— surgido del enorme talento, compromiso y honestidad de Ken Loach, que logra articular magistralmente ideología progresista, sentimientos, aliento humanitario y cotidianeidad para dar a conocer su contundente punto de vista sobre la situación del mundo actual utilizando los más elementales medios expresivos a su alcance, los que le proporcionan una mirada naturalista, que él sabe ensamblar eficazmente sin caer en un fácil didactismo y sin rozar la obviedad de lo panfletario. Su sintonía con los desheredados abarca no sólo aspectos sociales y laborales sino también afectivos, como se aprecia tanto en la breve y conmovedora secuencia de la prostitución de Katie como en la de los graffiti pintados en una pared, imaginativa manera de reivindicar la dignidad personal, ejercer la protesta y solicitar la indispensable solidaridad de clase.
Ken Loach arremete contra la sistemática y demagógica campaña orquestada por la derecha y por el nacionalismo xenófobo que afirman que las prestaciones sociales son el germen de la vagancia y contribuyen a la crisis económica del país convirtiendo a los desempleados, ancianos, enfermos, pobres y extranjeros en unos “parásitos del sistema”. El gobierno conservador aplica una austeridad y unos recortes que afectan sólo a los más necesitados. Las ONG´s y los bancos de alimentos son un remedio caritativo, insuficiente y de emergencia, que en el fondo viene a justificar el mantenimiento de una situación injusta, responsabilidad de un Estado que debería remediarla. Un amplio sector de la ciudadanía debe luchar a diario para sobrevivir —comida, alojamiento, calefacción, agua, gas, electricidad, etc.— porque el capitalismo no proporciona suficientes puestos de trabajo para todos.
La película debería ser de obligada visión para todos aquellos inconscientes que afirman que “todos los gobiernos son iguales”. Los parias de la Tierra pueden dar testimonio de lo contrario: el trabajo fijo con contrato y las prestaciones sociales de antaño se han convertido hoy, en el mejor de los casos, en un mero acuerdo verbal de empleo por horas mal retribuidas. Ken Loach hace invisible la cámara y los procedimientos técnicos utilizados para que únicamente resplandezca la verdad: el objetivo del tomavistas se convierte en un testigo invisible que capta la realidad —las personas, la sociedad, el gobierno, el Estado— en casas, calles y oficinas para mostrarnos sus más retorcidos y crueles mecanismos.
David Blake es también una víctima de la movilidad laboral: su antigua profesión artesanal de carpintero apenas sirve en unos tiempos en los que se busca mano de obra joven, barata y con facilidad de desplazamiento, además de resultar imprescindible el dominio de las nuevas técnicas informáticas. Difícil adaptación pues a unas circunstancias agravadas por unos funcionarios que, poniendo trabas, son recompensados cada vez que rechazan expedientes por incorrectos, eliminan aspirantes a la protección e incluso imponen multas a los que no cumplen los reglamentos. De la época de Charles Dickens hemos pasado a la de George Orwell. Y el control estatal va extendiéndose también sobre las asociaciones benéficas privadas.
Yo, Daniel Blake es un impresionante relato sobre el omnipotente y omnipresente Neoliberalismo reinante: los ricos exigen beneficios ilimitados y con la mínima regulación legal, ofreciendo salarios mínimos y eventuales porque disponen de millones de parados en la reserva; los pobres deben trabajar como sea y en lo que sea para poder subsistir ante el abismo de la desesperación y la miseria. Pero el sistema les acusa de ser ellos mismos los responsables de su lamentable situación, de provocar su propia humillación y vergüenza. La clase dominante se libra así de toda culpabilidad. La clase dominada es ya sólo la víctima de una “economía de mercado”. Un eufemismo que pretende disfrazar la pura y simple explotación. ¿Hasta cuándo?
Leave a reply
Lo siento, debes estar conectado para publicar un comentario.