(2) LA BAILARINA, de Stéphanie Di Giusto.

UNA PRECURSORA DE LA DANZA CONTEMPORÁNEA
Este primer largometraje de Stéphanie Di Giusto adapta una novela de Giovanni Lista para construir una biografía de Louïe Fuller que, en gran medida, se adivina inventada o, al menos, reconstruida con grandes dosis de inventiva. La protagonista, encarnada por la cantante post-punk Soko, había nacido entre granjeros en el lejano Oeste americano, era de fuerte complexión corporal pero físicamente poco agraciada, lo que compensó con mucho trabajo y con una voluntad de hierro.
Después de fracasar como actriz de teatro y descubrir su interés por la danza, sin preparación académica alguna, marchó a París a finales del siglo XIX convirtiéndose en un icono de la Belle Époque. Enterrada en un cementerio de la capital francesa, en una tumba ahora medio abandonada, la realizadora del film la rescató del olvido tras ver una antigua foto suya que la intrigó y la empujó a buscar toda la documentación disponible, aunque comprobó que apenas subsiste alguna imagen filmada de ella pese a su cordial relación con el empresario del cinematógrafo e inventor Thomas A. Edison.
Durante unos años se hizo muy famosa y rica actuando en los cabarets e incluso llegó a presentarse en la Ópera de París antes de iniciar una imparable decadencia que coincidió con la colaboración profesional de una joven y bella Isadora Duncan —recomendable el film biográfico de Karel Reisz, con Vanessa Redgrave, de 1968— cuyos movimientos corporales gráciles, libres y sencillos —que evocaban la antigüedad greco-latina— vinieron a dejar algo anticuado el ampuloso y muy elaborado estilo de Louïe Fuller basado en incesantes giros realzados con la novedosa luz eléctrica, productos fosforescentes y amplios vestidos de seda, donde la fantasía y la belleza se creaban a costa de un esfuerzo totalmente agotador.
La decadencia física de la bailarina, con una columna vertebral dañada ya por el excesivo peso de sus atrezzos y con las pupilas quemadas por los potentes focos, coincidió —según la película— con su fascinación por Isadora Duncan (1878-1927) y su fallido intento de seducirla antes de que ésta conquistara una fama tan legendaria como universal y muriera estrangulada en un infortunado accidente cuando viajaba en su automóvil.
En la película, Louïe Fuller aparece como una de las pioneras que abandonaron las rígidas reglas del ballet clásico —romántico, en realidad— con su armonioso movimiento de brazos y piernas mientras daba vueltas sobre sí misma pero, sobre todo, con el fasto de los voluptuosos vestidos “mariposa” que ella misma diseñaba y que logró patentar en Francia, como podemos observar en este film, en el que sus bailes son acompañados —sin una fiabilidad documentada— por sonatas de Vivaldi y fragmentos sinfónicos de Beethoven.
Pese al intento de hacer una película estéticamente bella y de alta calidad con una buena fotografía, iluminación y coreografía, en La bailarina se han colado bastantes convenciones del biopic más tradicional: el protector —de aires proustianos— refinado y adicto al éter, amante del arte y sexualmente ambiguo, con cuya presencia se crea un clima de morbosa sensualidad que parece querer difuminar la más que probable condición lésbica de la artista, llena de complejos y con una baja autoestima.
Una vez más se mitifica el meritorio trayecto desde la nada —una simple campesina— al triunfo en el refinado París del momento, valorando su enorme fuerza de voluntad y considerando su labor escénica como un mecanismo de sublimación que le permitió superar sus limitaciones personales inventando dispositivos técnicos —luces, colores, brillos, espejos, etc.— que requerían la participación de docenas de ayudantes entre bambalinas.
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