(3) CAPTAIN FANTASTIC, de Matt Ross.

EL FIN DE LA UTOPÍA
¿Puede el individuo vivir al margen del sistema? ¿Es viable una existencia austera y solitaria, íntimamente ligada a la naturaleza; ajena al materialismo actual y a las convenciones sociales más básicas? ¿Somos realmente libres o la libertad del hombre moderno es una falacia? ¿Es factible un cambio de paradigma? Este es el interesante punto de partida de Captain Fantastic, segundo largometraje del actor, guionista y realizador estadounidense Matt Ross, galardonado con el Premio al Mejor Director en el pasado Festival de Cannes, sección Un Certain Regard.
El film recupera el espíritu indómito del cine indie USA original, rebelándose contra su reciente domesticación, configurando un hondo drama familiar protagonizado por un padre (Viggo Mortensen) y su numerosa prole que han de abandonar su hogar en el bosque y trasladarse a la ciudad para asistir al entierro de la matriarca, debiendo luchar por sus ideas en un contexto hostil y superar juntos la pérdida de su ser querido. Por su estructura de road movie y sus personajes de marcado carácter excéntrico, resulta inevitable recordar la maravillosa Pequeña Miss Sunshine (2006), pero lo que en aquel relato era un retrato amable y ocurrente de la América profunda aquí adquiere un tono subversivo que, aportando numerosas referencias de importantes filósofos e intelectuales de izquierdas, se atreve a cuestionar las bases del capitalismo, la hipocresía del mundo desarrollado, la ineficiente educación de los hijos —convertidos en meros consumidores que no piensan por sí mismos, conformistas y manipulables— y el fanatismo religioso de la sociedad norteamericana.
Así pues, presentada como una comedia en apariencia simpática y banal, Captain Fantastic va adquiriendo consistencia con un discurso marcadamente crítico contra el sistema económico y político actual, poniendo en énfasis la calculada desubicación de los protagonistas —que se muestran “torpes” emocionalmente porque carecen de habilidades sociales pero tienen una educación exquisita, superior a la de sus primos integrados en la sociedad de consumo— en una “civilización” que ni siquiera oculta sus imperfecciones: doble moral, falsas apariencias, lujos que esconden miserias humanas, hábitos insostenibles en el terreno medioambiental, ambiciones desmedidas…
No obstante, pronto surgen las contradicciones. La revolución soñada, sustentada en un idealismo tan impetuoso como ilusorio, choca con la mundana realidad y Ben debe reconocer lo más doloroso para un utopista soñador: un sujeto no puede, por sí solo, cambiar o derrumbar un sistema, lo más habitual es que sea el mundo el que acabe cambiando a las personas. Pero todavía es posible un final agridulce, pues aunque no sea posible la utopía, nosotros elegimos en última instancia nuestro grado de rebeldía. Ese es el pequeño margen de maniobra que se nos concede. La familia decide volver a la vida natural semi-salvaje, ajena al mundanal ruido.
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