(4) EL PORVENIR, de Mia Hansen-Love.

EL SENTIDO DE LA VIDA
Nos llega el quinto largometraje de la realizadora francesa Mia Hansen-Love, una destacada cultivadora del cine de “autor”, de la que sólo había llegado a las pantallas valencianas Edén (2014), aunque podemos adquirir también en el mercado los DVD de El padre de mis hijos (2009) y de Un amor de juventud (2011).
Con El porvenir acaba de ganar el Oso de Plata a la mejor dirección en el último festival de Berlín y en la película ha volcado muchas de sus experiencias personales, tanto en el ámbito familiar como en el profesional-cultural, logrando un excelente relato sobre las distintas facetas de la vida de Nathalie, una madura profesora de filosofía de un instituto parisino, personaje encarnado de forma insuperable por Isabelle Huppert, protagonista y eje de la narración, a la que acompaña la veterana Edith Scob en el papel de su anciana madre.
El porvenir es un buen ejemplo de una de las corrientes del cine moderno: un discurso —el desarrollo de un argumento— que parece hacerse a sí mismo, sin necesidad aparente de guión y dirección, mediante una ocultación de estilo orientada a procurar la mayor autenticidad. Este método de convertir en invisible el proceso de creación —del relato, del sentido— para alcanzar la máxima naturalidad con el menor uso del artificio —no es baladí que Mia Hansen-Love es considerada una heredera de Éric Rohmer— no resulta fácil de manejar porque deben evitarse los tópicos y, al mismo tiempo, expresar lo trascendente a través de simples elementos materiales así como captar el sentido profundo de las cosas a la vez que uno es consciente de lo efímero de la existencia.
Curiosamente, la realizadora opta por hacer rodajes bastante rápidos improvisando sobre la marcha —casi siempre en escenarios y decorados naturales— porque piensa que un exceso de ensayos previos puede estropear la sensación de haber expresado la verdad. El objetivo a alcanzar es un realismo cotidiano formado por pequeños gestos y frases que constituyen una mera sucesión de momentos más o menos significativos y que dan coherencia a la trayectoria vital de los individuos, en este caso todo el entorno de Nathalie: la familia con el marido y sus dos hijos; la separación conyugal; la muerte de la madre depresiva; las clases de filosofía con algunos alumnos más preocupados por la política; las relaciones entre organización social, ideas y experiencias; los problemas editoriales; el hecho de convertirse en abuela, etc.
La película no sólo recurre a citas filosóficas —libros y frases de Pascal, Descartes, Rousseau, Adorno, Foucault, Schopenhauer y otros— sino que es en sí misma una lección de filosofía práctica: una mirada sobre las vivencias personales y sus posibles alternativas en el mundo actual. El espectador es invitado a reflexionar planteándole una serie de cuestiones en torno a Nathalie y sobre sí mismo: la mezcla de penas y de escasas alegrías vivida con un dramatismo atemperado por el consuelo que aporta la esperanza; las dificultad de lograr la felicidad; la realidad como un ámbito de sufrimiento que hay que asumir y que el film nos muestra sin juicio previo alguno; la complejidad resultante de la necesaria cohabitación entre razón y sentimientos, entre trabajo diario y arte; entre Naturaleza y psique humana.
¿Es posible conquistar la libertad y el bienestar interior sólo a través de la lógica y el conocimiento o también son imprescindibles los afectos? ¿Estamos solos o vivimos condicionados por los demás? ¿Puede existir un amor intenso, satisfactorio y duradero? ¿Cuáles son los límites a la hora de administrar o de rehacer la propia trayectoria personal?
Para adornar tal cantidad y calidad de sugerencias, las imágenes van acompañadas por una banda sonora bella y expresiva formada tanto por fragmentos musicales de compositores “clásicos” —Schubert, Cesar Franck, Britten, etc.— como por una balada folk de Woodie Guthrie y una hermosa canción —magistral plano final— que conocemos en una versión de The Platters. Una delicia rebosante de inteligencia y de sensibilidad.
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