POLÍTICA CULTURAL Y COMUNICACIÓN DE MASAS

PERO… ¿EXISTE LA CULTURA POPULAR?
Mi abuela creía que la radio hablaba porque había alguien agazapado en el interior del aparato. Por el contrario, mi hijo fue capaz a los cinco años de interpretar al instante la furtiva mirada de Sara Montiel como signo de amor en un film emitido por televisión. Un siglo separa el ingenuo analfabetismo de la facultad de leer mensajes audiovisuales, aunque uno y otra suelen tener en común una actitud pasiva, la falta de conciencia crítica ante la información recibida.
Los progresos de la tecnología han propiciado, en los últimos 50 años, el auge de la comunicación audiovisual. Las revistas ilustradas, el cine, la radio, la fotografía, los discos y cassettes, la TV, el vídeo, etc. han propiciado la rapidez informativa y la ampliación millonaria del número de receptores de mensajes, produciéndose una evidente “democratización” de la cultura, pero también una masificación empobrecedora que debe entenderse como una uniformización y simplificación de los contenidos y las formas comunicativas.
En el fondo de la cuestión se plantea el problema de la dicotomía entre “Alta Cultura”, dirigida a las minorías privilegiadas y vehiculadas por códigos lingüísticos muy elaborados y complejos, y “Baja Cultura”, también llamada cultura popular o de masas, un subproducto del anterior caracterizado generalmente por la vulgarización, el esquematismo, la reiteración y el conservadurismo. Valga como ejemplo la diferencia entre El cuarto mandamiento (1942) de Orson Welles y la serie televisiva estadounidense Falcon Crest, tan similares y a la vez tan diferentes entre sí.
Superar la barrera, aparentemente infranqueable, entre ambas supone la aceptación teórica de que la dramática división entre élites culturales y mayorías adocenadas no obedece a un destino fatal que marca a los individuos desde su nacimiento, sino que es un producto histórico y social. El gusto, el bagaje cultural y la sensibilidad no son factores inmutables sino susceptibles de mejora mediante una educación que, sin duda, requiere sus dosis de trabajo y dedicación.
La razón de que el público prefiera unos mensajes a otros y unos medios o otros obedece a una ley —obtener la máxima gratificación con el mínimo esfuerzo— con implicaciones biológicas, psicológicas, ideológicas y sociológicas. Trascender esta ley, propia de una Naturaleza ligada a la inercia y esencialmente conservadora, para aumentar las posibilidades de placer intelectual y para sortear las dificultades de comunicación sólo es posible mediante la formación del receptor, tanto a través del conocimiento de los códigos lingüísticos audiovisuales como del apoyo referencial suministrado por los viejos saberes humanistas —Literatura, Arte, Filosofía, Historia, etc.—, actualmente relegados, por desgracia, a un lugar secundario como mero complemento y adorno del saber tecnocrático dominante.
La empresa privada productora y difusora de mensajes culturales se halla condicionada por las exigencias del mercado, la competitividad y la rentabilidad, por lo que resulta lógico entender la tendencia a un bajo nivel de calidad habitual, su espíritu conservador o la degradación de las formas expresivas utilizadas para halagar el gusto y las expectativas de sus receptores que son, en definitiva, los que generan los beneficios.
Para la empresa pública, dependiente de los organismos estatales, autonómicos o municipales, la cuestión de la producción y difusión cultural se complica y da lugar a graves contradicciones difícilmente salvables: la función social de la cultura choca con las preferencias y gustos de la audiencia mayoritaria a quien se halaga para obtener financiación —en su caso— o su voto en las urnas. La cultura servida por decreto, el paternalismo de las dictaduras, produce el rechazo y la desbandada de los presuntos beneficiarios, pero la labor que no se ha realizado paciente y perseverantemente en la escuela difícilmente puede ser suplida después mediante programas televisivos, conciertos o exposiciones. Por ello, lo cómodo es aceptar el estado de las cosas, el libre mercado como dogma intocable, el acatamiento del sacrosanto mecanismo de la oferta y la demanda culturales viciado por una educación defectuosa e insuficiente que sólo puede conducir al más rastrero y lamentable de los populismos.
La gran paradoja de los medios presuntamente progresistas actuales es la avalancha de culebrones latinoamericanos, los espectáculos folklóricos, los concursos ramplones y el cine reaccionario que suelen ocupar las programaciones de las TV públicas. Y aquí estamos, los periodistas y críticos de toda la vida, “pasmados” ante la constatación de que casi todo el tinglado subcultural y recreativo, marcadamente tradicional y arcaico, montado y utilizado por la dictadura franquista para “alienar” al pueblo, es asumido por gobiernos presuntamente de izquierdas sin el menor asomo de rubor o de mala conciencia.
Muchos estamos, pues, perplejos ante la naturalidad con que se acepta la diferenciación “inevitable” entre cultura de élite —museos, conciertos de música clásica, libros, ópera, teatro, etc.—, que muchas veces funciona como simple escaparate lujoso que otorga prestigio, y una llamada cultura popular o de masas que raramente supera su condición de basura entre la que retozan quienes nunca fueron educados para disfrutar de otras manifestaciones culturales más dignas y elevadas.
Se produce así una esquizofrenia institucional, un “todo vale” fruto del pragmatismo, la comodidad, la resignación y la falta de imaginación que revela en toda su miseria la conformista política educativa y cultural del gobierno en el poder. Los líderes políticos, flanqueados y asistidos por una legión de funcionarios y empleados de la cultura reconvertidos en acomodados burócratas de la comunicación, cuya única misión en administrar los abultados presupuestos públicos —con una rutina y una desgana que les hacen menos creativos y productivos que en una empresa privada—, cuando no transformados en tecnócratas carentes de ideología y suministradores de alimento espiritual de una derecha que nunca se plantea la cultura como un instrumento de cambio y de progreso social, sino como una herramienta de adocenamiento y de control social para mantener un status quo que beneficia a las mencionadas élites. La cultura no es un producto de lujo sólo accesible para unos pocos afortunados que pueden permitirse su consumo. O al menos no debería serlo.
Artículo publicado en la Cartelera Turia en abril de 1991.
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