(2) HIGH-RISE, de Ben Wheatley.

¡QUE SIGA LA FIESTA!
En esta adaptación de la novela Rascacielos (1975) de J. G. Ballard, un edificio de 40 plantas se erige en símbolo de la modernidad, la riqueza y el confort de un selecto grupo social pero la convivencia entre vecinos acaba por convertirse en una fiesta salvaje cuando falla la tecnología y los instintos primarios pierden el control, produciéndose un viaje colectivo, autodestructivo, al corazón de las tinieblas.
El director de moda Ben Wheatley, del que sólo conocíamos Turistas (2012), ha instalado el film en esa modalidad de la ciencia-ficción moderna que algunos definen como género “distópico”, palabra que aún no recoge el diccionario de la RAE pero que sirve perfectamente para exponer las intenciones narrativas y expresivas tanto del escritor como del cineasta: un ambiente apocalíptico urbano, de decadencia y colapso, que muestra la cara oculta de la opulenta y educada sociedad británica cuando la utopía del progreso y el bienestar deviene en caos y el civismo en una orgía sangrienta acompañada de sexo, alcohol y drogas, mientras al final el niño superdotado anuncia que en el futuro sobrará la intervención del Estado porque serán suficientes la iniciativa privada y las aportaciones del capitalismo.
El complejo es pues un espacio metafórico donde el poder se estratifica: hay servicios comunes que hacen posible la libertad, lo lujos y los placeres de todos los ricos burgueses y exitosos profesionales que allí habitan pero la terraza superior, un jardín paradisíaco, es el privilegiado coto privado que todo el mundo aspira poseer y disfrutar.
La comunidad no es precisamente un reducto armónico como se esperaba porque prevalecen las envidias y la agresividad, con la pérdida de valores, normas y buenos modales tradicionales. Pero la convivencia dieal concebida por el arquitecto-ideólogo del rascacielos, la organización perfecta que acaba fracasando utiliza signos y significados que no siempre están bien engarzados, quizá exagerados por la descontrolada imaginación del realizador, lo que afecta al buen acople entre ficción y realidad.
Tom Hiddleston (el Dr. Robert Laing), Jeremy Irons (el constructor) y Sienne Miller (la depredadora sexual) encabezan el notable reparto de un film en el que tiene un papel importante la escenografía y que muchos han comparado, por su lenguaje complejo y no naturalista, con La naranja mecánica (1971) de Stanley Kubrick, Langosta (2015) de Yorgos Lanthimos o Birdman (2014) de Alejandro González Iñárritu: la cámara capta fragmentos de espacio-tiempo que la mirada del espectador debe reorganizar y dotar de sentido. Pero ¿dónde acaba la genialidad de esta complicada fábua y empieza su exagerado artificio? Muchos críticos se han mostrado entusiasmados con la película, pero yo mantengo mis reservas.
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