(3) EL JUEZ, de Christian Vincent.

UN PULCRO FUNCIONARIO DE JUSTICIA
De Christian Vincent sólo conocíamos La discreta (1990) —su debut en la dirección con el actor Fabrice Luchini, con el que se ha vuelto a encontrar 25 años más tarde— y La cocinera del presidente (2012), con Catherine Frot, películas hechas con una gran corrección narrativa, que ni entusiasman ni decepcionan pero que se ven con agrado gracias a la cómplice y respetuosa mirada del director y a la delicadeza que desprenden estos relatos cuyo estilo se sitúa justo entre la comedia y el drama psicológico.
Ahora nos llega El juez, cuyo título original es “El armiño”, alusivo al atuendo corporativo de los administradores de justicia como símbolo de autoridad, una toga de lujo residuo seguramente de sus antiguos privilegios en la sociedad estamental, complementado en estos tiempos democráticos por un enrevesado lenguaje técnico-jurídico sólo al alcance de los profesionales expertos en las sutilezas y matices conceptuales del Derecho. En esta ocasión asistimos al juicio de un padre separado de su esposa que es acusado de matar (¿accidentalmente?) a una hija pequeña. El magistrado que preside el tribunal, Michel Racine (Fabrice Luchini), es un funcionario competente, detallista, serio, riguroso y ordenado, del que apenas conocemos nada de su vida privada.
La película recibió en el festival de Venecia los premios al mejor actor y al mejor guión, aunque el relato nada tenga que ver —por su sencillez y naturalidad— con los abundantes elementos de intriga de Testigo de cargo (Billy Wilder, 1958) ni con la comprometida atribución de culpabilidad presente en Doce hombres sin piedad (Sydney Lumet, 1957).
Christian Vincent empezó haciendo cortometrajes y estudió en la escuela parisina IDHEC, declarándose un firme admirador de los grandes maestros del cine clásico. Por eso se documentó in situ sobre el mundo de la justicia criminal, aunque por lo que vemos el sistema judicial francés es algo diferente del español: en el film el presidente del tribunal ordena y dirige el juicio, mientras que en nuestro país las fases del proceso descansan sobre todo en las actuaciones del fiscal acusador y del abogado defensor —por encima de los procesados, testigos, peritos y jurados—, cuya labor es en todo momento vigilada y corregida por el magistrado que preside la sala.
La película fue auspiciada por la gran afición de su productor Matthieu Tarot a los relatos de juicios y tribunales, que en esta ocasión se complementa y enriquece con el reencuentro entre el protagonista y una anestesista —integrante del jurado popular— que lo cuidó años atrás cuando fue hospitalizado a causa de un accidente. Este episodio permite contrastar la sequedad y rutinaria vida del funcionario con la afable humanidad de la doctora.
Para el realizador, el Palacio de Justicia es un microcosmos que reproduce el mundo exterior con su especial entorno y los diversos caracteres, clases sociales, intereses, lenguas, etc. allí presentes y el juicio es como un espectáculo teatral con el salón de audiencias (el decorado), el sumario (el libreto), los distintos personajes, el ritual, la intriga, el drama, la sorpresa… todo ello dominado por la decisiva importancia de la expresión oral. Y como en el arte escénico —la ficción legitimada por la verosimilitud—, en el proceso penal lo que vale es la verdad formal establecida mediante por una sentencia basada en pruebas, más allá de la realidad de lo que materialmente haya sucedido.
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