LOS GÉNEROS CINEMATOGRÁFICOS (IX): LA CIENCIA-FICCIÓN

LA ÉPOCA DORADA DE HOLLYWOOD
Y llegamos al género cinematográfico por excelencia: la ciencia-ficción. Aunque ocupa un espacio relevante en la literatura y se ha asomado a otras artes —teatro, ballet, incluso en las artes plásticas se puede detectar su huella— fue en el cine donde encontró su vehículo ideal. De hecho, puede decirse que el cine empezó siendo ciencia-ficción.
El mago del cine fantástico, George Méliès, rodó en 1898 La Luna a un metro (Sueños de un astrónomo), en la que ensaya por primera vez el truco de la “sustitución”, lo que después se conoció como paso de manivela, fundamento de los dibujos animados. Su gran habilidad para ir descubriendo las posibilidades que el cinematógrafo le ofrecía para la realización de trucos de magia le ayuda a filmar cortos fantásticos, cada vez más asombrosos. En 1902 rueda El viaje a la Luna, basada en Julio Verne y H. G. Wells, que es considerada por historiadores y críticos la primera obra maestra del género: 16 minutos que, si ahora nos divierten y nos causan admiración, imaginad lo que supuso para los espectadores de los inicios del siglo XX. Con relación a Méliès y su viaje a la Luna es muy recomendable la película de Martin Scorsese La invención de Hugo (2011).
Méliès fue el precursor, pero pronto surgieron por todo el mundo cineastas que siguieron sus pasos, que experimentaron y aprovecharon los instrumentos que ofrecía el nuevo arte, lo que luego llamaríamos efectos especiales y los aplicaron al tipo de cine que más les cuadraba: viajes a la luna o a algún planeta, o al centro de la tierra, o a un polo norte con extraños y peligrosos indígenas… ciencia-ficción, en una palabra. O dos.
Segundo de Chomón en España, James Stuart Blackton en Estados Unidos, Robert William Paul en Inglaterra… Probablemente, la etapa más fructífera del cine de anticipación fue la de sus inicios, la primera década del siglo XX. Estos pioneros nos dejaron máquinas infernales, robots, objetos inanimados que de repente cobran vida… Después, y sobre todo con la llegada del sonoro, los estudios fueron relegando el género a un segundo plano en sus preferencias; casi todo el cine de ciencia-ficción de la época dorada de Hollywood son producciones de bajo coste, lo que se bautizó como serie B o peor aún, serie Z, lo que no obsta para que entre ellas encontremos algunas pequeñas joyas de las que vamos a hablar a continuación.
A finales de los sesenta se inicia un resurgimiento del género con El planeta de los simios (1968); los estudios comprueban que invertir en SF (Science Fiction) es rentable, pero pasa casi otra década antes de que se produzca el boom, en 1977 con el estreno de la cinta de Spielberg Encuentros en la tercera fase y sobre todo con la primera entrega, que ha pasado a ser la cuarta en la cronología interna, de la inagotable saga de La guerra de las galaxias / Star Wars, de George Lucas. La SF ha seguido gozando de buena salud hasta nuestros días y no parece que vaya a extinguirse.
En esta selección que propongo hay seis películas de las que podemos llamar modestas, seguidas de las tres citadas en el párrafo anterior. Y para completar la decena, me he permitido alargar mi ámbito de estudio hasta 1982, para poder incluir Blade Runner, que para mí es la mejor del género y una obra maestra del cine a secas, sin etiquetas.
Antes de comenzar con las películas, una observación:
Tuve que excluir uno de los títulos que yo estimaba imprescindible en la anterior entrega sobre sátira política, ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú (1964) porque es una producción británica y estos trabajos están planteados para tratar exclusivamente del cine de Hollywood.
Pues bien, con la SF me ha vuelto a ocurrir: un puesto de honor lo tenía reservado para 2001, una odisea del espacio (1968), pero también la rodó Kubrick en el Reino Unido, así que si algún lector se extrañare de la ausencia de ambos films ya sabe la causa, que es muy posible que tenga su origen en nuestro viejo amigo el senador McCarthy y su Comité de Actividades Antiamericanas. No me consta, pero lo cierto es que después de Espartaco (1960) Kubrick no vuelve a rodar en Hollywood hasta El resplandor (1980). Las citadas más Lolita (1962), La naranja mecánica (1971) y Barry Lyndon (1975) fueron rodadas en el Reino Unido.
Bueno, vamos a lo que vamos.
1.- Ultimátum a la tierra (The Day the Earth Stood Still, 1951), de Robert Wise.
Yo debía tener 18 o 19 años cuando vi por primera vez esta estupenda película y creo que fue el detonante para que la SF, tanto en el campo cinematográfico como en el literario, ocupara un lugar preeminente en mis aficiones durante bastante tiempo. Supongo que mi conocimiento del género por aquel entonces en lo tocante a literatura, debía limitarse a Huxley y Orwell, pero en esta década se empezaron a traducir y editar los autores que habían ido surgiendo en Gran Bretaña y Estados Unidos: Bradbury, Clarke, Matheson… Mi favorito siempre fue Bradbury, las Crónicas Marcianas las releo con fruición de vez en cuando.
Ultimátum a la tierra se dice basada en un relato de Harry Bates titulado El amo ha muerto (Farewell to the Master, 1940) y así lo creí hasta que leí el cuento en cuestión, hace unos días. Como en tantos casos, lo único que la película conserva del cuento original es el nombre del protagonista. Klaatu. Ni siquiera el robot se llama igual. El resto de personajes del film no aparecen en el relato, protagonizado exclusivamente por los dos extraterrestres y Cliff Sutherland, un reportero gráfico freelance, que ni se asoma por la peli. Supongo que los productores pagaron a Bates los correspondientes derechos. A eso le llamo yo ganar dinero fácil.
El relato está bien y la película es extraordinaria; los efectos especiales, sin alharacas, cumplen su cometido con eficacia, como eficaces son también las interpretaciones de Michael Rennie, Patricia Neal y Sam Jaffe. Yo recordaba que la banda sonora había conseguido ponerme nervioso en las abundantes secuencias de tensión; ahora sé por qué: era obra del gran Bernard Hermmann, el mismo que nueve años después, con la ayuda de otro Bates, Norman (Anthony Perkins) y Hitchkock, nos los pondría a todos por corbata en la secuencia de la ducha de Psicosis.
Primera película que abordó el tema, repetido luego hasta la saciedad, de la superioridad de los extraterrestres y su interés en hacernos llegar a los belicosos habitantes de este minúsculo planeta la advertencia de que, si no dejamos de hacer el gilipollas, se verán obligados a reducirnos a papilla, por el bien del universo.
Hace unos días vi en la tele el final del remake homónimo que rodó Scott Redickson en 2008, con Keanu Reeves en el papel de Klaatu y me dio la impresión de que tenía poco que ver con la de Robert Wise.
Otro film que ha influído en el cine de anticipación posterior, aunque por distinos motivos, es:
2.- Planeta prohibido (Forbidden Planet, 1956), de Fred McLeod Wilcox.
Aquí MGM se estiró algo más en la financiación y encomendó la realización al poco conocido Wilcox, que en la década anterior había dirigido dos entregas de una saga protagonizada por una de las actrices más taquilleras de la Metro en los cuarenta: la perra Lassie. Wilcox sacó adelante con brillantez esta transposición al siglo XXIII de La Tempestad, de Shakespeare: Próspero, príncipe de Milán, desterrado a una isla desierta con su hija Miranda, es aquí el Dr. Edward Morbius, filólogo, único terrestre vivo de los que llegaron en una expedición llevada a cabo veinte años antes al planeta Altair IV. Allí vive, en un entorno paradisíaco, con su hija Altaira, —una sugestiva Anne Francis— nacida poco después del establecimiento de la colonia, acompañados de Robby, un simpático robot del que hablaremos luego. La acción comienza con la llegada de una nave de reconocimiento, el Crucero de los Planetas Unidos C-57-D para averiguar qué ocurrió con aquellos colonos. En cierto modo este Morbius, bien interpretado por Walter Pidgeon, nos recuerda un poco al capitán Nemo.
La trama es similar a la de otras películas del género: fuerzas malignas poderosísimas, máquinas que pueden incrementar tu inteligencia hasta límites insospechados, pero que entrañan riesgos impredecibles, explicaciones un tanto farragosas de Morbius sobre los Krells, pobladores de Altair IV hace 200.000 años, al comandante de la nave de inspección John Adams, un envarado y jovencito Leslie Nielsen, nada que ver con el patoso gesticulante en que se convertiría 50 años después. Y un final feliz para todos, incluído Robby. Bueno, para todos menos para los que la palman, Morbius y unos cuantos tripulantes de la C-57-D.
El dinero de MGM sirvió para que Arnold Gillespie, Irving Ries y Weslie Miller lograran unos excelentes efectos especiales que les proporcionaron una nominación al oscar, pero fue a parar a las manos de John Fulton por Los diez mandamientos, de Cecil B. DeMille.
Pero lo que más se recuerda de esta película es Robby, un precedente de todos los robots inteligentes y simpáticos posteriores, incluído R2-D2 (o Arturito, como se le llama aquí por la similitud fonética), si bien las habilidades de Robby no han sido superadas por sus descendientes, desde fabricar 200 botellas de un excelente güisqui escocés en una noche a confeccionarle a Altaira un traje precioso, bordado con piedras preciosas que produce también él en un tiempo récord, para impresionar a Adams. En YouTube hay un reportaje de un cuarto de hora sobre Robby que es una gozada. Os lo recomiendo.
Cambiemos de tercio: entremos en el apartado, mezcla de SF, suspense y terror, servido por extraterrestres con malas intenciones.3.- La invasión de los ladrones de cuerpos (Invasion of the Body Snatchers, 1956), de Don Seagle.
Magnífico ejemplo de cómo conseguir una estupenda película con cuatro perras. No hace falta que encabecen el reparto fulgurantes estrellas del momento, ni gastar una pasta en efectos como en Planeta prohíbido o Ultimátum a la tierra. La fórmula parece simple: sitúese la cámara en un pequeño y tranquilo pueblo al que regresa el doctor Bennell (Kevin McCarthy), que estaba en una convención, llamado con urgencia por su enfermera porque de pronto ha empezado a llenarse la consulta de pacientes. Nada más entrar en el pueblo casi atropella a un niño, que afirma que su madre no es su madre. Poco después una señora joven sostiene que su tío, que está allí mismo, cortando el césped y saluda afablemente al doctor como siempre, no es su tío y ya se te mete la inquietud en el cuerpo, inquietud que va in crescendo hasta la última secuencia.
Aunque no sepáis nada de este film ni de los tres o cuatro remakes posteriores, habréis adivinado inmediatamente que nos encontramos ante un caso de abducción. En efecto, a la mamá y al tío y pronto prácticamente a todo el pueblo y los adyacentes, les están suplantando los habitantes de un lejano planeta moribundo que han decidido ocupar el nuestro por medio de un complicado sistema de esporas que se convierten en unas vainas gigantes en las que se gestan, como gusanos de seda, las réplicas de los humanos a los que han de abducir. Una vez preparada la copia, solo tienen que esperar a que se duerma el original para comerle el coco. El procedimiento no queda del todo claro, pero acojona. Solo Bennell consigue escapar y llegar a la capital, donde le toman por loco. Una casualidad hace que por fin le crean y se pueda así llegar a un final esperanzador.
He citado antes los varios remakes realizados. Solo conozco el de Philip Kaufman de 1978 con el mismo título original, aunque en España se llamó La invasión de los ultracuerpos, con Donald Sutherland. Suelen decepcionarme los remakes y secuelas, salvo excepciones. Esta es una de ellas. Estupenda. No conozco la siguiente de 1983, dirigida por Abel Ferrara. Sé que el excelente director de Teniente corrupto (1992) y El funeral (1996) se distanció de las otras dos (Kaufman había sido muy respetuoso con la primera versión), pero debió lograr un buen resultado porque a punto estuvo de llevarse la Palma de oro en Cannes-83. Luego hay una cuarta entrega en 2007, con Nicole Kidman y Hugh Craig, se titulaba solo La invasión. De esta no sé nada en absoluto.
En los créditos, perdido en la tercera tanda de actores secundarios, me encontré con Sam Peckinpah. He estado revisando la película, para ver si lo localizaba y llego a la conclusión de que no se quién es, pero me inclino a pensar que se trata del marido de esa señora que desconfiaba de su tío. Se parece también un poco al jefe de policía, pero es muy mayor, Peckinpah andaba entonces por los 30 años.
Siguiendo con las películas serie B, que el tiempo ha situado entre las grandes, pasamos a:
4.- El increíble hombre menguante (The Incredible Shrinking Man, 1957), de Jack Arnold.
Novela de Richard Matheson que él mismo adaptó, firmando un sólido guión que sirvió para que Jack Arnold dirigiera con buen pulso esta excelente historia, a caballo entre la aventura, el suspense, la SF, el terror, la epopeya y hasta una pizca de metafísica, rozando la mística, en la reflexión final de la voz en off del protagonista, que nos acompaña a lo largo de todo el metraje.
Yo no la vi en su día, sino hace unos años en un pase televisivo, pero desde entonces me la he vuelto a poner varias veces y en cada revisión descubro nuevos alicientes. Una proyección más y le daré la consideración de obra maestra.
La historia es muy sencilla: Scott Carey —bien interpretado por Grant Williams, actor al que no creo haber visto nada más—, es bañado, literalmente, por un pequeño banco de niebla en el transcurso de unos días de descanso con su mujer en un yate que les han prestado. Ella estaba dentro y no sufre la mojadura. No le dan más importancia, hasta que Scott empieza a notar que la ropa se le está quedando grande. Cuando se percata de que la cosa no es simple pérdida de peso, busca ayuda médica. Los análisis, además de detectar elementos radioactivos en su organismo, descubre la presencia de algo desconocido. No voy a narrar todas las vicisitudes por las que tiene que pasar nuestro solitario héroe, —el ataque del gato, la batalla con la araña— desde que, siendo ya del tamaño de una mano, cae al sótano de la casa y al no encontrarle le dan por muerto, un verdadero catálogo de acciones de superviviencia extrema, hasta que al final, reducido ya al tamaño de un pequeño insecto, abandona la casa, salta al jardín dispuesto a adentrarse en la selva —el césped— y arrostrar los nuevos peligros que van a acecharle.
Los efectos especiales tienen la virtud de no notarse y las luchas con el gato y con la araña están muy bien resueltas. Te las crees.
Magistral. Todo lo contrario que el film que comentamos a continuación:
5.- Plan 9 del espacio exterior (Plan 9 from Outer Space, 1959), de Edward D. Wood, Jr. (Ed Wood).
Ed Wood es considerado el peor director, guionista y productor de la historia del cine y este Plan 9 del espacio exterior la peor película de SF de todos los tiempos. Probablemente pocos conocerían actualmente su existencia de no ser porque Tim Burton nos brindó un biopic del personaje en Ed Wood (1994), que cubre el periodo comprendido entre 1953 y 1959, en el que Wood rodó las tres películas que Burton recoge en la película —para mí, junto con Big Fish (2003), sus dos mejores trabajos—. Todas las protagonizó Bela Lugosi, al que Wood conoció cuando el actor húngaro estaba ya en plena decadencia, arruinado y entregado a la morfina. Lo interpreta de forma magistral Martin Landau, un trabajo que le valió el oscar. Lugosi murió en el 56, pero, como El Cid, libró una batalla después de muerto, en su caso tres años después. Lo vemos en la película de Wood, del 59: usando material procedente de celuloide desestimado en los montajes de Glen o Glenda (1953) y La novia del monstruo (1956) y rodando algunas breves secuencias con alguien que guardaba un cierto parecido con Lugosi, Wood lo convierte en protagonista de Plan 9. Lo mata, lo resucitan los extraterrestres —en eso consiste su citado Plan 9— y lo pasea embozado por el cementerio a lo largo de los 79 minutos que dura la cosa.
Supongo que alguien se preguntará porque incluyo la peor película del mundo en esta selección. En lugar de responder directamente a esa cuestión, voy a proponer algo: en primer lugar, ved el Ed Wood de Burton. Aunque ya la hayáis visto, volved a verla con nuevos ojos, prestad especial atención al cariño, al mimo con que Burton retrata al personaje. Cuando aprendáis a quererle, cuando lo halléis entrañable, ved enteras las tres películas a cuya preparación, brega para conseguir patrocinadores, humillaciones incluídas y por fin, rodaje, habéis asistido en la película de Burton. Son cortas, poco más de una hora cada una y circulan las tres por la red. Yo prefiero verlas en versión original, pero también están dobladas. Tomad nota: Glen o Glenda (Glen or Glenda,1953) 70 minutos; La novia del monstruo (Bride of the Monster, 1956) 68 minutos; y Plan 9 del espacio exterior (Plan 9 from Outer Space, 1959) 79 minutos.
Que quede claro: son muy, pero que muy malas, os prevengo de que Glen o Glenda, un estudio sobre el travestismo —Ed Wood era travesti— es todavía peor que Plan 9, pero a mí, y espero que también a quien las viere como propongo, el contemplar estas películas conociendo el entusiasmo, la entrega, la obstinación con que Wood las escribía y filmaba, los equilibrios que tenía que hacer para conseguir financiación o para completar el casting, ver y reconocer las secuencias y los personajes que hemos visto rodar en el biopic, con un parecido tan asombroso que los maquilladores se llevaron el segundo de los dos oscars a que aspiraba Ed Wood, todo esto produce una suerte de ternura y a mí me lleva a, aun amando el buen cine, como lo amo, amar también, paradójicamente o quizás por ello, al peor director de cine de todos los tiempos, Edward D. Wood, Jr. Y a su obra.
Volvamos a ponernos serios:
6.- El tiempo en sus manos (The Time Machine, 1960), de George Pal.
El meticuloso austro-húngaro György Pál Marczincsak, que cuando llegó a EEUU huyendo como tantos otros del nazismo emergente, adoptó el mucho más cómodo nombre de George Pal, controló con mano de hierro la producción y todos los elementos del rodaje de esta adaptación de La máquina del tiempo de Wells, convertida en un sólido guión por David Duncan. Si le añadimos una brillante banda sonora de Russell García, unos excelentes efectos especiales que le valieron el Oscar a sus artífices, Gene Warren y Tim Baar y una aceptable interpretación de todo el equipo, encabezado por el australiano Rod Taylor, ya tenemos todos los ingredientes para cocinar un apetitoso plato sobre una de las obras más leída de H. G. Wells.
Desde su inicio se siguen con interés las andanzas de George Wells, inventor de una especie de auto, aunque no móvil, porque solo se desplaza en el tiempo. El artefacto lleva una gran parabólica detrás y cuando por medio de un mando se la hace girar se desplaza, sin abandonar su enclave, desde su tiempo, (navidad de 1900) primero hasta 1917, después a 1940, luego a 1966, donde Wells sitúa una III Guerra Mundial que desencadena un holocausto nuclear por parte de los alemanes y destruye por completo Londres. Nuestro héroe consigue escapar con su máquina por los pelos y recala unos ochocientos mil años después en un paraje idílico —aunque sigue siendo su barrio, claro— donde habita una tribu numerosa de gente joven, guapita, pero tontorrona hasta decir basta, los Eloi, manipulados por unos tipejos repelentes, mucho más listos, los Morlocks, que no permiten envejecer a los Eloi: se los comen antes. Naturalmente, el profesor Wells consigue espabilar a los buenos, destruir a los caníbales y regresar a 1900, pero solo para contar sus andanzas a sus amigos. Enseguida se vuelve a montar en la máquina y es de suponer que volverá al año 802.701, porque allí ha quedado Weena (Yvette Mimieux), una Eloi bastante mona que le ha hecho tilín. El cacharro es muy bonito y, como Robby, el de Planeta Prohibido, ha sido muy imitado posteriormente. Si habéis visto el episodio de The Big Bang Theory en el que Sheldon y Leonard meten una time machine en su apartamento, ya sabéis cómo era ésta.
Bien, damos también nosotros un salto en el tiempo y nos vamos a 1968.
7.- El planeta de los simios (The planet of the Apes, 1968), de Franklin J. Schaffner.
Adaptación de la novela del francés Pierre Boulle La planête des singes. El guión definitivo lo escribió Michael Wilson, que ya había adaptado, junto a Carl Foreman, otra novela de Boulle, El puente sobre el río Kwai.
No me resisto a relatar, para quienes no la conozcan, una curiosa anécdota sobre este guión: entre los siete Oscars que cosechó la película de David Lean estaba el de mejor guión adaptado, pero tanto Foreman como Wilson estaban represaliados por obra y gracia —maldita la gracia— del senador McCarthy y no aparecían en los créditos, por lo que figuraba como guionista y recogió la estatuilla Pierre Boulle, que no tenía ni zorra idea de inglés. La academia reconoció a los verdaderos guionistas y les concedió sus Oscars en 1985, cuando ambos habían fallecido ya.
Volvemos a El planeta de los simios. Wilson, parece ser que a instancias de los productores con el objeto de abaratar el rodaje, modificó de forma sustancial el final de la historia, pero me atrevo a afirmar que el del film es más impactante si cabe que el de la novela. No voy a explicar ninguno de los dos. Con que haya un solo lector que desconozca el libro y la peli, sería una putada imperdonable chafárselo.
La película constituyó un éxito tal, que desde entonces, hace ya casi medio siglo, no han dejado de rodarse secuelas, remakes y series de televisión con mayor o menor fortuna, pero que yo sepa, ninguna ha conseguido repetir el impacto de esta primera aproximación a la historia, ni siquiera la que rodó Tim Burton en 2001.
Schaffner, que había iniciado su carrera en 1948 en TV dirigiendo algún que otro episodio de las series en curso, rodó su primer largo en el 63 y aunque solo hizo catorce, gozaron de una aceptable acogida varios de ellos, sobre todo el siguiente, Patton (Patton, 1970) que se alzó con siete Oscars de los diez a que aspiraba, entre ellos a la mejor película y mejor dirección para Schaffner. George C. Scott rechazó el suyo al mejor actor. Detrás del de mejor guión original, junto a un tal Edmund H. North andaba Francis Ford Coppola; y en el de mejor dirección de arte, junto a otros tres, nuestro Gil Parrondo. Pero estábamos en el cine de ciencia ficción, no en el bélico, que no es santo de mi devoción.
Y así llegamos a uno de los hitos del género:
8.- Encuentros en la tercera fase (Close Encounters of the Third Kind, 1977), de Steven Spielberg.
Si a algún lector se le presenta la ocasión de ir a Sundance, no al de Robert Redford, en Utah, sino un poco más al nordeste, a otro Sundance que hay en Wyoming, en el condado de Crook, le sugiero acercarse hasta el rio Belle Fourche, unos 20 km hacia el oeste y allí, como Roy Neary (Richard Dreyfuss) y Gillian Guiler (Melinda Dillon), protagonistas de esta hermosa película, se topará con La Torre del Diablo, un monolito volcánico, de roca ígnea estriada de arriba a abajo, a los pies del cual tienen lugar los encuentros cercanos de tercera categoría a que alude el título original. La Torre del Diablo fue declarada monumento nacional por Teodoro Roosevelt en 1906, y alza majestuosa sus 386 metros sobre una base de más de 5 kms. cuadrados. Los antiguos pobladores de la zona, los kiowa y los sioux lakhota la llamaban Mato Tipila, —”Aposento del oso” en lengua lakhota— nombre que hace referencia a una bonita leyenda sobre su formación: unas jóvenes jugaban en aquel lugar cuando las atacaron unos osos gigantes. Las niñas se subieron a una roca y, de rodillas, invocaron al Gran Espíritu en petición de auxilio. Manitú hizo crecer la roca de modo que los osos no pudieran alcanzarlas. Las zarpas dejaron en su intento los surcos que le dan a la Torre del Diablo el aspecto que todavía exhibe —si véis una foto podréis comprobarlo—. ¡Ah!, las niñas siguieron ascendiendo, ascendiendo, hasta que llegaron al cielo y se convirtieron en la constelación de Las Pléyades. Y lo dejo aquí, que llevo medio folio y aún no he dicho casi nada de la peli.
Steven Spielberg es un cineasta precoz, empezó a rodar con la super 8 de su padre cuando tenía 12 años: un duelo en el oeste, una secuencia bélica en África… entonces era solo un hobby de niño, pero aún no había cumplido dieciocho cuando produjo, fotografió, escribió y dirigió Firelight, una historia de ficción con ovnis que, al parecer, una vez montada duraba 140 minutos, aunque solo circulan apenas cuatro, en los que puede verse el germen de Encuentros en la tercera fase. Hasta el 73 estuvo filmando para la Universal TV episodios de series tan famosas como Colombo o Doctor Marcus Welby y en 1971 filmó Duel. El título alude a un desigual duelo entre un camión asesino y el turismo del protagonista, un sólido guión de Richard Matheson; tuvo tal acogida en la tele, que la Universal se apresuró a exhibirla en la gran pantalla. Aquí en España se tituló El diablo sobre ruedas y aunque en su estreno pasó inadvertida, el tiempo la ha convertido en película de culto para gourmets del cine de terror, entre los que me incluyo. El nombre de Spielberg a sus 25 añitos, empezó a sonar con fuerza. Se intuía que ese chaval iba a llegar lejos.
En efecto, tras Loca evasión (Sugarland Express, 1974), una divertida comedia de persecuciónes en coche tras un tipo fugado de la cárcel con la ayuda de su mujer (Goldie Hawn) que, sin ser una gran cosa, funcionó bien en taquilla, ya se mete de lleno entre los grandes y empieza a encabezar, año tras año, las recaudaciones no solo en EEUU sino en todo el mundo: Tiburón, Encuentros en la tercera fase, En busca del arca perdida, E.T. El extraterrestre… casi cuarenta títulos hasta ahora, con algunos —muy pocos— patinazos notables, pero siempre arriesgando.
Desde su primer largo, salvo dos o tres, la música se la ha encomendado a John Williams, el más grande de los compositores de bandas sonoras épicas. De los cinco Oscars que tiene Williams, tres son por films de Spielberg: Tiburón, E.T. El extraterrestre y La lista de Schindler. Y lo dejo aquí, porque llevo folio y pico y sigo sin hablar del film que nos ocupa, Encuentros en la tercera fase.
Bueno, pues eso: que es muy bonita y logra uno de los objetivos que persigue Spielberg en algunas de sus películas, hacer llorar al espectador. La larga secuencia final, sin palabras, —solo dialoga la música—, primero tímidamente, con las cinco notas que se hicieron famosas —sol, la, fa, fa (una octava abajo), dooo— hasta llegar a la hipnótica eclosíón de luz y sonido, breve sinfonía que hay que situar entre las piezas maestras de John Williams. Muy bien François Truffaut como el científico —francés, claro— que coordina los encuentros.
Y hemos llegado a, para muchos, la reina del género:
9.- La guerra de las galaxias (Star Wars, 1977), de George Lucas.
No seré yo quien le regatee méritos a esta primera entrega de Star Wars —que después por las extrañas operaciones de marketing de las franquicias, ha pasado a ser el episodio IV, porque las historias que se cuentan en la segunda tanda de tres títulos son anteriores cronológicamente a las de las tres primeras— pero debo confesar que no formo parte de los que, alcanzados en el corazón por los rayos láser, devoran todo lo que se filma, se edita o se fabrica en derredor a Luke Skywalker, La princesa Laia, Han Solo, Chewbacca, la pareja cómica formada por R2D2 y C3PO, los Tip y Coll de los robots, los maestros Jedi, Darth Vader y toda la mandanga. No acabo de entender ese fanatismo que les lleva a fundar clubs de fans y a disfrazarse de su personaje favorito para asistir a los estrenos. Pero bueno, están en su derecho, si así se divierten…
Admiro la habilidad de Lucas para conseguir financiación, 13 millones de dólares nada menos, y admiro su habilidad para multiplicar por 50 la inversión con la mayor recaudación jamás lograda: 775 millones, récord que mantuvo hasta que se estrenó E.T. El extraterrestre, el bombazo de su amigo Spielberg. Confieso que la vi con agrado, pero no es el tipo de cine que me entusiasma. Las otras seis no las he visto; me han dicho que la última está bien. Pues me alegro. Me sigo quedando con el George Lucas de American graffiti (1973).
Y pasamos ya a una de mis películas favoritas:
y 10.- Blade Runner (Blade Runner, 1982), de Ridley Scott.
Ya dejé patente en el prefacio mi admiración por este bello film. Documentándome para preparar la crónica, me he encontrado con cosas que ignoraba: las dificultades del rodaje, el cabreo constante de los actores y actrices por el riesgo y la dureza de algunas secuencias, chismorreos sobre las relaciones entre ellos y con Scott, el pique entre Harrison Ford y Rutger Hauer… todo ello carece de importancia, pero hay una cuestión relevante y que a mi ni siquiera se me había pasado por la cabeza: ¿Es en realidad humano Rick Deckard, el personaje que encarna Harrison Ford, o es un replicante? Yo daba por hecho que es humano y ahora resulta que no está tan claro. Hay división de opiniones —podéis ver en Youtube un corto de 9 minutos, ¿Es Deckard un replicante?, donde se vierten opiniones para todos los gustos— y tras verla de nuevo con esa pregunta como objetivo, me da la impresión de que Ridley Scott o sus guionistas fueron deliberadamente ambiguos, pusieron trampas —el brillo de los ojos, como los de los replicantes, las fotos sobre el piano, la secuencia del unicornio, que no estaba en la primera versión, la añadió Scott en su montaje, diez años después— para que el espectador llegue a dudar de la naturaleza humana de Deckard. La verdad es que, a mí por lo menos, me da exactamente igual.
Para los que no conozcan la trama, los llamados replicantes son unos androides fabricados por la Tyrell Corp. sobre su prototipo Nexus 6, un evolucionado robot. Estos replicantes son virtualmente iguales a los seres humanos, aunque muy superiores en fuerza y agilidad. A principios del siglo XXI —sí, habéis leído bien, los tenemos aquí ya, la acción trancurre dentro de tres años, en el 2019—, la Tyrell los emplea como esclavos en las colonias exteriores y, tras una rebelión, se crea una brigada especial de policías (los Blade Runners) con la exclusiva misión de “retirar” de Los Ángeles a los muchos replicantes que la pueblan. Excuso decir que el “retiro” consiste en cargárselos, sin más expediente. Rick Deckard es un Blade Runner ya en el retiro, al que su jefe reclama tras la muerte de otro Blade Runner.
La estructura del film tiene mucho de thriller, también tiene su historia romántica —Rick se enamora de Rachael -Sean Young-, una replicante a la que debe retirar— y en algún aspecto, sobre todo en la relación con el replicante Roy Batty (Rutger Hauer) exhibe una vertiente filosófica, un trasfondo ético que en algunos momentos raya a gran altura.
David Peoples, Hampton Fancher y algún escritor más no acreditado, firman un excelente guión, aunque creo que durante el rodaje se introdujeron bastantes modificaciones. Adapta la novela de Richard K. Dick ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (Do Androids Dream of Electric Sheep?, 1968); no la conozco y no puedo por tanto opinar sobre la justicia o la traición que la película le hace. En una antología de novelas de anticipación de Acervo, editada en el 64, vols. III y IV, hay un par de relatos de Dick. Son tiernos y con sentido del humor. Como si O’Henry se hubiera pasado a la SF.
Un plantel de excelentes actores y actrices encarnan a humanos y replicantes. Además de los ya citados están Darril Hanna, Joanna Cassidy, Edward James Olmos, Morgan Pauli, Brion James, M. Emmet Walsh…
Muy lograda la atmósfera de un Los Ángeles decadente, sucio, con calles llenas de gente que va de un lado a otro bajo una constante llovizna gris, entre ruinosos edificios en los que se adivina su mayestático pasado. Chapeau para Jordan Cronenweth, responsable de la fotografía. Y William Curtis, que firma los efctos especiales.
Y una bella banda sonora de Vangelis.
Me parece oportuno, para poner punto final a esta crónica y a estos artículos, reproducir el breve discurso de Roy Batty a Deckard, tras salvarle la vida, o más bien perdonársela: “Yo he visto cosas que vosotros no creeríais. Atacar naves en llamas más allá de Orion… He visto rayos C brillar en la oscuridad cerca de la Puerta de Tannhäuser… Todos esos momentos se perderán en el tiempo… como lágrimas en la lluvia. Es hora de morir”. Bonito ¿verdad? Aunque por regla general no soy muy partidario del doblaje, reconozco que esto, en la voz del gran Constantino Romero, te ponía el corazón en un puño.
Postdata
Ayer domingo 7 de febrero había puesto el punto final a este trabajo, había firmado y avisado al director de la revista para que lo edite cuando le venga bien, pero esta mañana, en Jot Down Smart, un estupendo suplemento de El País que sale un domingo al mes, me he topado con un artículo de Javier Bilbao, titulado “Blade Runner y todo lo que nos hace humanos”. ¡También es casualidad! Pues bien: el análisis que Bilbao hace sobre la humanidad de los replicantes y viceversa es estupendo y recomiendo su lectura, porque me temo que yo no he dejado la cosa muy clara.
Otros títulos relevantes:
Richard Fleisher
20.000 leguas de viaje submarino (20.000 Leagues Under the Sea, 1954)
Viaje alucinante (Fantastic Voyage, 1966)
Cuando el destino nos alcance (Soylent green, 1973)
Byron Haskin
La guerra de los mundos (The War of the Worlds, 1953)
La conquista del espacio (Conquest of Space, 1955)
De la tierra a la luna (from the Earth to the Moon, 1958)
Robinson Crusoe en Marte (Robinson Crusoe on Mars, 1964)
Edward L. Cahn
La invasión de los hombres del espacio (Invasion of the Saucer-Men, 1957)
El terror del más allá (It! The Terror from beyond Space, 1958)
Invasores invisibles (Invisible Invaders, 1959)
Irvin S. Yeaworth Jr.
La masa devoradora (The Blob, 1958)
El hombre de la 4ª dimension (4D Man – The evil force, 1959)
Gordon Douglas
La humanidad en peligro (Them!, 1954)
Howard Hawks
El enigma de otro mundo (The Thing from Another World, 1951) co-dirigida con Christian Nyby.
Irving Pichel
Con destino a la luna (Destination Moon, 1950)
Norman Taurog
Un marciano en California (Visit to a Small Planet, 1960)
Richard T, Heffron
Mundo futuro (Futureworld, 1976)
Woody Allen
El dormilón (Sleeper, 1973)
John Carpenter
Estrella oscura (Dark star, 1974)
La cosa – El enigma de otro mundo (The Thing, 1982)
Con este estudio del género cinematográfico por excelencia completamos el programa que les anunciamos en la carta de presentación. Pero como en los conciertos de la Sinfónica de Viena del 1 de enero, vamos a ofrecer a los lectores dos bises. Nuestro Danubio azul será el melodrama, que como esperamos demostrar, no empieza y acaba en Douglas Sirk. Y nuestra Polka Radetzky, un género que me encanta y no sé cómo pudo olvidárseme al empezar a programar la serie: el terror.
Con esto me parece que quedará pendiente, entre los grandes temas, únicamente el cine bélico, pero creo haber escrito ya que no es santo de mi devoción, así que me van a permitir que pase de él.
Hasta pronto.
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