(4) EL HIJO DE SAÚL, de Lászlo Nemes.

EXTERMINIO EN AUSCHWITZ
Sobre el Holocausto hemos visto numerosas películas, pero el húngaro Lászlo Nemes (Budapest, 1977) ha debutado en el largometraje mostrando todo el espanto y la crueldad del exterminio en Auschwitz de una manera diferente, original, evitando que el espectador se sienta tramposamente reconfortado mediante mecanismos sentimentales, efectos espectaculares o un artificioso final feliz.
El hijo de Saúl obtuvo un montón de premios en el último festival de Cannes, fue realizada en 35 mm. tras cinco años de preparación con un reducido equipo técnico y un limitado presupuesto, habiéndose documentado con escritos ocultos de los fallecidos, testimonios de supervivientes y trabajos de historiadores, asignando el papel de protagonista al actor y poeta húngaro, residente en Nueva York, Géza Röhrig.
El realizador había perdido a una parte de su familia en campos de exterminio, se marchó a Francia con su familia huyendo de los comunistas, cursó estudios de cine en la Sorbona (París) y regresó a su país natal en 2003, donde dirigió tres galardonados cortometrajes antes de trabajar como asistente del relevante cineasta magiar Béla Tarr en El hombre de Londres (2007).
La singularidad de El hijo de Saúl no reside en su argumento sino en el tratamiento formal empleado: el punto de vista narrativo es asumido aquí por el protagonista Saúl Ausländer, que nos ofrece una visión fragmentada y parcial (subjetiva) de la situación general, y no por un realizador omnisciente que lo transmite al espectador. El relato de ficción adopta así formas de documental y sólo de pasada se alude a la inmediata llegada del ejército soviético, a finales de 1944, que hubiera impedido el fracaso de la desesperada rebelión de los prisioneros, finalmente masacrados por las S.S.
Se trata de un film en el que predominan los primeros planos y los planos medios, con la cámara siempre situada enfrente o detrás del protagonista, un judío destinado al trabajo específico de gasear y quemar los cadáveres de los deportados, logrando así un aplazamiento circunstancial de su propia muerte. A su alrededor todo lo vemos difuminado y muchas voces y ruidos, siempre confusos, que proceden de espacios en off, fuera del campo visual, lo que se logra con imágenes de escasa apertura del diafragma y corta profundidad de campo, una iluminación débil y una filmación hecha con la cámara al hombro y en continuo movimiento. Se obtiene de este modo un ritmo trepidante, agotador.
No asistimos a una tragedia colectiva sino a un drama individual, sintetizado en dos únicos días, el de un hombre atrapado en un infierno —la producción de muerte como un proceso industrial— y sin esperanza de salvación que ve una posibilidad de redención moral intentando dar sepultura religiosa al cuerpo de un niño, al que considera su hijo. Lo que duplica la crueldad del desenlace.
Una película magistral que nos revela la complejidad de ser víctima y verdugo al mismo tiempo, así como la función de anestesia psicológica que puede cumplir cualquier ocupación convertida en rutinaria, por muy salvaje e inhumana que sea. La escena de las fotos clandestinas se resuelve con una imagen de la niebla que hace invisible todo el exterior del barracón: una alusión simbólica a la imposibilidad de reproducir todo el sufrimiento, el espanto y la deshumanización reinantes en aquellos campos de exterminio.
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