(1) DE PADRES A HIJAS, de Gabriele Muccino.

SUPERAR LA PÉRDIDA, APRENDER A AMAR
En pocas ocasiones el nombre de un realizador ha estado tan indisolublemente asociado a un género cinematográfico como Gabriele Muccino. Sin llegar, claro está, a la altura de un Douglas Sirk o un James Ivory en sus mejores momentos. En la actualidad, ni tan siquiera Lasse Hallström está tan encasillado.
El éxito arrollador de El último beso (2001), cuyo remake estadounidense no tardó en producirse, abrió las puertas de Hollywood al director italiano, encadenando a lo largo de una década sucesivos dramas románticos que actualizaban el folletín decimonónico a los parámetros espacio-temporales contemporáneos. Con En busca de la felicidad (2006), Siete almas (2008) y Un buen partido (2012) consolidó su manejo del melodrama no ya como una encorsetada categoría fílmica sino como un complaciente tono agridulce a priori compatible con cualquier paladar cinéfilo. Quizás sea ese el secreto de su popularidad. Pero si es difícil alcanzar la cumbre, más complicado resulta mantenerse en ella.
Y eso que Gabriele Muccino ha aprendido a no hurgar demasiado en la herida, a sugerir en vez de mostrar, a la sutileza en vez de a la tosquedad. De padres a hijas no es un culebrón televisivo, más bien es un telefilm de hermosa factura, correctas ambientaciones y un reparto plagado de caras conocidas, aunque ningún actor/actriz destaque con una memorable interpretación.
Pero ahí está, siempre presente, la fe ciega en la reconciliación definitiva, en la superación irreversible de los conflictos internos y en el triunfo del amor. Entretiene porque no hay regocijo macabro del mal ajeno y hasta se percibe delicadeza en el tratamiento de las dificultades, marca de la casa. Pero ya está.
El público parece salir agradecido de la sala de exhibición. Esta lección resumida y acelerada de una terapia psicoanalítica que es De padres a hijas ha cumplido con las expectativas, previo paso por taquilla. Y la vida continúa.
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