REIVINDICACIÓN DEL TERROR CLÁSICO

Conversaba casualmente el otro día con un amigo sobre las tendencias del género de terror actual, quejándome de que las historias de fantasmas —véase también vampiros, licántropos y demás fauna sobrenatural, exceptuando los zombis pues son una metáfora muy contemporánea del lado perverso del ser humano— ubicadas en la era de Internet y los omnipresentes smartphones ya no me causan la impresión de antaño. La vida moderna ha mermado el miedo a lo desconocido, ha domado al depredador que acechaba a nuestros antepasados en la oscuridad de la noche. En definitiva, ha extinguido todo atisbo de asombro ante “lo maravilloso”. Puedo entender que a una persona de cualquier época preindustrial se estremeciera de espanto ante la tesitura de caminar por el bosque cercano a su aldea durante el crepúsculo, pero no ahora, con el tráfico, la luz eléctrica, el hacinamiento urbano, el crecimiento desmesurado de las ciudades y la domesticación de la naturaleza “salvaje”. El miedo ha perdido inocencia y se ha hecho pragmático, realista. Homo homini lupus. El hombre teme a sus semejantes, ya no tanto a seres mitológicos: un ladrón, un violador o un terrorista es infinitamente más peligroso que un hipotético espíritu morador de una vieja mansión.

Para adaptarse a los nuevos tiempos, el terror ha evolucionado según cambiaban los usos y costumbres. El cine retrata ahora a espectros que acechan en dispositivos electrónicos, vampiros que cazan en discotecas o en centros comerciales, dinosaurios grotescos creados en un laboratorio para exhibirlos en un zoológico prehistórico… y no me los creo. Me asustan, porque el montaje logra captar nuestra atención y juega con nuestras sensaciones, pero no me convencen ni me emocionan. ¿Se trata de una cuestión de edad? ¿De pérdida de de empatía? ¿O simplemente de coherencia?

Exacto. Coherencia. Respeto a los cánones y evitar experimentos post-modernos. La narrativa gótica de los siglos XVIII y XIX encontró en escenarios medievales como castillos, mansiones y cementerios abandonados el filón del fenómeno espectral, al igual que la mitología greco-latina —con sus faunos, cíclopes y arpías— empapaba la vida cotidiana de los antiguos habitantes de la costa Mediterránea. Si sales del contexto original se pierde toda credibilidad y aparece el pastiche o el refrito. Si quieres innovar, invéntate una nueva mitología y no estropees las existentes.

Bienvenidos sean los relatos que homenajean el terror clásico, que reivindican el inmenso patrimonio conservado en la literatura universal… y lo hacen respetando sus códigos. El último film de Guillermo del Toro es un angustioso relato de fantasmas a la antigua usanza que al ubicarlo en su justo contexto el resultado es digno de elogio.

La cumbre escarlata hunde, por tanto, sus profundas raíces en la mencionada narrativa gótica, pero también demuestra conocimiento de la Historia de este fecundo género cinematográfico —constantes alusiones y homenajes al “cine de monstruos” de la década de los 30, la productora británica Hammer, el legado de Roger Corman e incluso el neoromanticismo siniestro de Tim Burton—. Partiendo de una historia original, Del Toro elabora un personalísimo ejercicio de estilo en el terreno del terror decimonónico que destaca por su desbordante imaginería visual, un uso osado del color como elemento intensificador del suspense y una minuciosa y elegante puesta en escena que destila amor por la tradición, por esas historias que nos contaban de niños alrededor de un fuego sobre misteriosas presencias que habitan restos de antiguas fortalezas, monasterios o molinos.

En ocasiones, en medio de tanta mediocridad, surgen hermosos films que pulimentan el género al que pertenecen. Merecerá la pena recordar este relato que, sin remilgos ni excusas argumentales, reta al espectador a creer en fantasmas.