(1) EL FRANCOTIRADOR, de Clint Eastwood.

UN HÉROE ATORMENTADO
Cuando se repuso en septiembre de 1964 Sargento York (1941), del notable Howard Hawks, en el antiguo cine Lys, el film despertó el rechazo de algunos cinéfilos porque el afable granjero protagonista —interpretado por Gary Cooper— mataba alemanes en la I Guerra Mundial con la misma certera puntería con la que cazaba patos. Se trataba de una operación de propaganda para preparar a los ciudadanos ante la II Guerra Mundial en curso. La jugada se repitió con el maestro John Ford, un director que babeaba ante los toques de trompeta, los uniformes militares y las cargas de la caballería. Ahora es Clint Eastwood, admirable en casi toda su carrera cinematográfica, el que saca a relucir sus más íntimos y conservadores fantasmas republicanos para sorpresa e irritación de los creyentes en el pacifismo como emblema del progresismo.
El francotirador es una adaptación del libro autobiográfico de Chris Kyle, un marine tejano de las fuerzas especiales que llevó a cabo cuatro peligrosas misiones en la guerra de Iraq y se convirtió en el soldado más letal abatiendo enemigos a distancia y protegiendo a sus amigos combatientes. El precio que pagó fue el tener que separarse temporalmente de su familia (esposa e hijos), correr un alto riesgo de muerte y ver cómo perdían la vida en combate varios de sus amigos.
El film, con escenas rodadas con varias cámaras en Marruecos —con la generosa colaboración de las autoridades— y en estudios y exteriores de California, viene a ser la versión oficial USA de la guerra (invasión) de Iraq, una lucha necesaria contra los “terroristas” musulmanes (las torres gemelas de Nueva York en el 11-S) sin que se aluda para nada a las supuestas “armas de destrucción masiva” ni a las efectivas reservas de petróleo.
El relato, elaborado con el buen oficio habitual de Clint Eastwood, constituye pues una loa a la bandera (ver la apologética secuencia del funeral en Arlington), a la milicia y a la nación gendarme de Occidente, produciéndose en el biografiado una especie de esquizofrenia entre el deber de servir a la patria y el de ser un buen marido y padre. Todo sea para salvar al mundo “libre”: las masacres y la destrucción se presentan como un ejercicio de legítima defensa ante el inevitable dilema de matar o morir.
Las disyuntivas morales —entre no alistarse y resultar tullido o fallecido; entre los iraquíes armados y los meros ciudadanos; entre matar a mujeres y niños resistentes y dejarlos vivos— se diluyen ante la justificación que aporta el deber cumplido. El resto no se sale de las convenciones habituales: un compañerismo trufado de machismo, la fascinación por las armas, la esquemática división entre buenos y malos (que atacan en cuadrilla, como los indios en el western o los chinos en la guerra de Corea), el duelo estelar entre los dos francotiradores —con recompensa incluida y victoria del protagonista—, la identificación del espectador con el bando norteamericano debido a que los personajes amigos tienen rasgos humanos mientras los insurgentes islamistas se difuminan en el anonimato de una masa agresiva y amorfa, etc.
Los problemas psíquicos de Chris Kyle, su difícil readaptación a la paz y al hogar, se conjuran con más ejercicios de tiro y con la ayuda prestada a veteranos lisiados. Paradójicamente, el héroe fue asesinado, en febrero de 2013, por un ex soldado —al parecer trastornado— al que pretendía amparar.
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