(2) NO LLORES, VUELA, de Claudia Llosa.

LA INFANCIA DE IVÁN
De la prestigiosa y galardonada cineasta peruana Claudia Llosa conocemos su particular concepción del cine tras la visión de Madeinusa (2006) y de La teta asustada (2009). Ahora, después de su tercer largometraje, nos percatamos de que lo que le une a su tío —el escritor Mario Vargas Llosa— y a la generación de novelistas latinoamericanos de los 60 es el empleo de un estilo narrativo y expresivo empapado de “realismo mágico”, una combinación de naturalismo y elementos fantásticos en la que la vida cotidiana aparece íntimamente conectada a resortes de carácter esotérico y donde lo sobrenatural adquiere tanta relevancia como la razón y la voluntad del ser humano.
En este tercer largometraje de Claudia Llosa, el chasis argumental es un puro y simple melodrama pero ella trasciende la anécdota —un conflicto familiar, la muerte accidental de uno de los hijos, una larga separación materno-filial, el reencuentro final— con una serie de referencias a la naturaleza, el arte, la fe, la maternidad, la tragedia, el amor, la enfermedad y la muerte que para unos significa el logro de un genuino discurso poético y para otros —entre los que me encuentro— una mezcla algo pretenciosa de misticismo y trascendencia que, evocando la querencia metafísica de Andrei Tarkovski, no constituye más que un relato bastante hermético desarrollado de forma ascética mediante flash-backs y con muy pocos datos explicativos.
Esta producción multinacional tiene como núcleo temático las relaciones rotas y más tarde restablecidas entre Nana e Iván, abordado con una cámara al hombro que filma de cerca de los actores y que alterna los primeros planos con otros generales que muestran la inmensidad helada de los paisajes de Manitoba (Canadá). En la intención de la realizadora está, al parecer, hacer una reflexión sobre la creación artística como catarsis y sublimación de los sufrimientos cotidianos. Otra cosa es lo que el espectador pueda llegar a percibir.
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