(2) THE ZERO THEOREM, de Terry Gilliam.

EL SENTIDO DE LA VIDA
El valor de una película de ciencia-ficción creo que no depende de su elevado coste de producción ni tampoco de la esotérica complejidad de sus propuestas. El resultado dependerá de la coherencia estilística entre los signos utilizados y su significado, entre su andamiaje escenográfico y la solidez racional del producto acabado, entre la humanidad de los personajes y las especiales reglas que rigen el mundo que habitan.
En su última obra, el cineasta Terry Gilliam —un ex Monty Python— sigue los pasos de su carrera anterior, que tuvo algunos aciertos —Los héroes del tiempo (1981), Brazil (1985), 12 monos (1995), El imaginario Dr. Parnassus (2009)— pero también otros intentos que naufragaron entre un exceso de ropajes formales y una imaginación que no acababa de concretar con rigor sus objetivos.
The zero theorem es, pues, una variedad del moderno género de fanta-ficción, una parábola cuyas pretensiones metafóricas parecen evidentes: el intento imposible de encontrar con métodos científicos el verdadero sentido de la vida, una meta que el asalariado protagonista Qohen Leth, el actor Christopher Waltz, procura alcanzar trabajando en soledad, entre angustias existenciales y sueños románticos ilusorios —la playa tropical y su bella compañera— en la destartalada capilla abandonada de un monasterio reconvertida en laboratorio.
El film mezcla modernos aparatos electrónicos con objetos corrientes del pasado —un mundo indefinido y ambiguo—, a la espera de una llamada salvadora que nunca llega por parte del jefe (Dios). Vigilado constantemente, sometido a normas convencionales —castidad, obediencia y esfuerzo, como los antiguos monjes— y privado de toda efusión sentimental —la chica, el hijo adoptivo, el capataz—, el abrumador envoltorio tecnológico de su quimérica búsqueda empujará al protagonista a una espiral de locura que acabará por destruirle —el agujero negro— en una ciudad futurista en la que la realidad virtual ha sustituido por completo a la vida real.
Una película dotada de un brillante barroquismo formal, con un universo dominado por una ciencia que no sirve para lograr la felicidad, unos placeres ilusorios que no acaban de satisfacer y unas referencias metafísicas que aquí funcionan poco más que como mero adorno intelectual.
A mi juicio, The zero theorem es una puesta al día, hipertrofiada, de la pieza teatral minimalista que revolucionó la escena mundial en 1952: Esperando a Godot, de Samuel Beckett. En ella, sin fuegos de artificio, estaba ya todo dicho sobre el absurdo de la existencia, el desengaño y la angustia de vivir, la pérdida de la libertad y la falta de identidad del ser humano.
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