(2) LA SEÑORITA JULIA, de Liv Ullmann.

EL JARDÍN PROHIBIDO
Suele considerarse que tanto Casa de muñecas (1879), del noruego Henrik Ibsen, como La señorita Julia (1888), del sueco August Strindberg, son obras que representan el nacimiento del teatro moderno al abandonar el Romanticismo para asumir el Naturalismo, eliminando los delirios sentimentales y el destino fatal para erigir el contexto económico y los resortes psicológicos en los verdaderos causantes de los conflictos humanos.
Strindberg (1849-1912) planteó en La señorita Julia un choque tanto de clases como de sexos mediante la relación íntima —en una noche de san Juan, una fiesta con bebida, baile y una aparente fraternidad universal— entre la aristocrática hija del dueño de una mansión campestre y su criado, de modesto origen social pero culto y con aspiraciones a mejorar de status. Y surgen dos importantes dilemas morales a la hora de dilucidar si la seductora ha sido ella o si, por el contrario, fue deshonrada por su subordinado; además de determinar si su suicidio es consecuencia de la soledad y la melancolía o si es fruto de la experiencia traumática sufrida —humillación, orgullo herido, pérdida de la virginidad, fuga fallida, etc.—. Pero la misoginia del autor, sus simpatías por el ideario socialista y, sobre todo, sus dudas y contradicciones religiosas no contribuyen despejar las dudas.
La mejor adaptación fílmica de La señorita Julia –con flashbacks y figurantes— estuvo a cargo de Alf Sjoberg (1950), con Anita Björk de protagonista, que se estrenó en noviembre de 1968 en el cine Suizo de Valencia, entontes calificado como “Sala de Arte y Ensayo”. ¡También en Suecia, casualmente, la censura tardó 18 años en autorizar su representación escénica, en 1906! Mike Figgis hizo una discreta adaptación cinematográfica (Miss Julie, 1999) con escasos medios, un rodaje apresurado, tres personajes y la cocina como único decorado. Ahora la actriz bergmaniana Liv Ullmann —realizadora de las interesantes Infiel (2000) y Encuentros privados (1996)— se ha ocupado de la traslación a la pantalla con cuatro actores y respetando al máximo los diálogos originales con breves salidas (innecesarias) al exterior de la casa, ubicando la tragedia en la Irlanda de 1890 debido a que los intérpretes eran de habla inglesa y a que por motivos financieros el rodaje tenía que llevarse a cabo en un solo lugar.
Jessica Chastain y Colin Farell encarnan esta vez, respectivamente, a la señorita reprimida cuya sexualidad estalla en una noche de libertinaje y al apuesto sirviente que rompe las distancias, excitado y esperando sacar provecho de ello. Pero las frases y el estilo interpretativo resultan bastante teatrales, por lo que la cámara apenas contribuye a enriquecer la pieza original. Liv Ullmann no aporta novedad alguna en cuanto a punto de vista narrativo, preocupada únicamente por la falta de comunicación y de comprensión entre los personajes, sin que las diferencias de clase parezcan haberle importado mucho. Las ambigüedades del texto de Strindberg no han sido, pues, aclaradas por culpa de una realización demasiado plana y lineal.
Una banda sonora que incluye música mayoritariamente romántica —Schubert, Schumann, J. S. Bach, Tchaikowsky, etc.— parece discutible precisamente en una obra que viene a evidenciar la imposibilidad de la experiencia romántica. Una obra que se suele representar sin interrupciones —división en actos— y con pleno respeto las tres unidades clásicas de lugar, tiempo y acción.
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