(4) INTERSTELLAR, de Christopher Nolan

MAGNA ODISEA ESPACIAL
La ciencia-ficción atesora un vasto patrimonio fílmico formado por centenares de películas mediocres, algunas decenas de títulos interesantes y solo un puñado de obras maestras. Sin temor a exagerar, me atrevo a calificar la última cinta de Christopher Nolan de importante y necesaria, la más ambiciosa de su estimable filmografía, alcanzando casi el mismo nivel de los ya clásicos indiscutibles, véase 2001: Una odisea del espacio (1968), Solaris (1972), Alien, el octavo pasajero (1979) y Blade Runner (1982). El motivo de este arrebato de entusiasmo es que este género cinematográfico, que nace prácticamente a la vez que el mismo cine, surge como un instrumento tanto de exploración como de introspección para dar respuesta a los grandes interrogantes de la Humanidad pero también para conocer mejor nuestra propia naturaleza. Esa dualidad aparentemente contradictoria entre lo que hay fuera de nuestro alcance y lo que reside en nuestro interior es la que enriquece el presente film a través de abundantes reflexiones filosóficas —¿qué papel juega el hombre en la inmensidad del cosmos?— y complejas teorías científicas sobre los viajes espaciales, la física cuántica, los agujeros negros y las alteraciones espacio-temporales. Además de entretenernos, la película nos hace pensar… y nos emociona.
Porque si por algo destaca Interstellar es, salvando algunas licencias que permiten pulir y dar esplendor al relato, es su solvente armazón teórico, conmovedor en su mensaje y desafiante en sus conceptos, cuya jerga científica no abusa de tecnicismos pero los emplea con desparpajo y clara intencionalidad didáctica. Contando con el asesoramiento de una eminencia científica como Kip Thome, el cineasta anglo-estadounidense y su hermano Jonathan han escrito el guión de una de las películas de ciencia-ficción mejor documentadas de la Historia.
En síntesis, Interstellar nos traslada a un futuro próximo donde, mensaje ecologista mediante, una crisis medioambiental global amenaza seriamente nuestra supervivencia como especie. La solución es buscar y colonizar planetas habitables, aprovechando el descubrimiento de un pequeño “agujero de gusano” cerca de Saturno que permite acortar los larguísimos viajes intergalácticos. Un piloto ingeniero, viudo y padre de familia, personaje interpretado con brillante solidez por Matthew McConaughey —¡cuánto ha madurado este actor!—, lidera un grupo de científicos de la NASA en una arriesgada misión por las inmensidades del universo.
Más de dos horas y media de metraje que, sin llegar a fatigar por su ritmo e intensidad, evocan el espíritu de las grandes joyas del género, desde las citadas anteriormente hasta las más recientes incursiones en su fascinante temática, como Sunshine (2007), de Danny Boyle, o Gravity (2013), de Alfonso Cuarón.
El argumento se centra, evidentemente, en el periplo a través de las estrellas del protagonista, llamado Cooper, y sus compañeros cosmonautas, configurando una inmensa parábola de nuestra relación con el infinito y nuestra insignificancia en términos astronómicos. Sin embargo, también irrumpen los sentimientos más profanos. Interstellar nos narra una historia íntima y personal sobre un padre y sus hijos, una relación paterno-filial que sirve de acicate para que nuestro héroe se lance al espacio. El amor de un padre hacia sus hijos logra superar el lógico miedo a la muerte. El soliloquio de Amelia Brand, personaje interpretado por Anne Hathaway —¡me encanta esta actriz y su voz de doblaje!—, defendiendo el amor como la única fuerza a nuestro alcance capaz de adentrarse en la cuarta dimensión ilustra a la perfección cuál es el verdadero motor del film. A estas alturas, ampliando el foco y sobrepasando los límites científicos del relato, resulta inevitable aludir al cine metafísico de Terrence Malick, con El árbol de la vida (2011) y To the Wonder (2012) a la cabeza. Christopher Nolan se pone aquí tierno y reclama en Interstellar los sentimientos como el único camino hacia la trascendencia.
En numerosas ocasiones sus detractores han reprochado al cineasta anglo-estadounidense caer en la pretenciosidad y jugar con el espectador mediante la confusión, pero ha demostrado que a lo largo de su trayectoria profesional ha sabido aunar como pocos el cine espectáculo y el sello de autor, una mezcla muy difícil de conseguir. Y lo hace evitando el recurso al efectismo digital gratuito, propio de aquellas producciones cuyo presupuesto es monopolizado por el departamento infográfico. Visualmente Interstellar logra fascinar al público, especialmente en las escenas espaciales, pero sin jactarse: no existe un solo fotograma manipulado digitalmente que desentone por su ostentación. La austeridad en las formas contribuye a proporcionar credibilidad y al mismo tiempo te haga empequeñecer en la butaca.
Evidentemente, Nolan nos seduce mediante sus hermosas imágenes del vacío sideral mientras escuchamos la banda sonora de Hans Zimmer, nos cautiva con cada visita a planetas variados y distantes. Y nos aterra cuando nos muestra lo frágil que es el ser humano fuera de su hábitat natural, lejos de casa. La belleza y el horror, una combinación magistral. Muy recomendable.
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