(2) MATAR AL MENSAJERO, de Michael Cuesta.

EL ALTO PRECIO DE LA LIBERTAD DE INFORMACIÓN
Como ejercicio de denuncia de los abusos del poder y del necesario papel del periodismo crítico en cualquier sociedad libre y democrática, Matar al mensajero cumple satisfactoriamente su cometido. Pero además, el film de Michael Cuesta recupera el espíritu de aquel thriller conspiranoico de los años 60 y 70 del siglo pasado encumbrado por Alan J. Pakula en sus interesantes El último testigo (1974) y Todos los hombres del presidente (1976).
Al igual que en las citadas películas, Matar al mensajero narra la clásica historia de periodista atosigando a instituciones políticas o gubernamentales que actúan fuera de la ley, sufriendo su represalia bajo multitud de formas que oscilan entre las simples coacciones, las serias amenazas o incluso la violencia física que acaba incluso en el asesinato.
Inspirada en la investigación del periodista estadounidense Gary Webb sobre la financiación ilegal de la Contra nicaragüense por parte de la CIA gracias a sus vínculos con el narcotráfico, que inundaron de drogas las principales ciudades del país, Matar al mensajero ofrece un sobrio pero contundente retrato del periodista vigilado y acosado que entrega su vida a su labor informativa. Pero narrativamente el film se divide en dos partes claramente diferenciadas: el descubrimiento progresivo de las ilegalidades cometidas por una agencia de seguridad estatal financiándose con el dinero de la droga para sufragar guerrillas en Latinoamérica y el precio personal que tuvo que pagar el protagonista al denunciar aquellos hechos en su periódico. Desgraciadamente, Michael Cuesta se decanta más por la faceta humana de la historia profundizando en cómo afectó esto a su vida privada, y no tanto por indagar sobre el alcance social y político de tal revelación.
Eso sí, incluye una interesantísima reflexión no solo sobre las amenazas que sufre el periodista por parte del poder cuando revela información sensible, sino también sobre la falta de apoyo del gremio debido a envidias profesionales. Que el protagonista fuera un desconocido a sueldo de un periódico “de provincias” y no un gran comunicador de un medio “global” determinó la campaña de desprestigio que padeció Webb hasta su terrible desenlace.
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