EUROPEOS EN HOLLYWOOD (VI)

ERNST LUBITSCH
Llegamos al que todos los cineastas que en algún momento de su carrera han tocado el musical, o la comedia, o la comedia musical, consideran su maestro, desde Billy Wilder o Stanley Donen a Blake Edwards o Truffaut.
Supongo que a Berlanga le hubiera encantado que fuera austro-húngaro, como Wilder, Lang, Preminger y el mismísimo Hitler, pero no: Lubitsch nació en Berlín en 1892, era pues coetáneo de Lang (1890) y Hitler (1889). Su padre era un reputado sastre judío, pero Lubitsch emigró a Hollywood en 1922, es decir un poco antes de que las cosas se pusieran realmente crudas para su pueblo.
Por cierto: parece ser que por las venas de don Adolfo, (que, no nos engañemos, mucha pinta de ario puro no tenía), circulaba también sangre judía. Dicen algunos cronistas que su abuela materna, que servía en casa de unos judíos ricos, fue madre soltera y salió de aquel hogar con su hija en brazos pero generosamente recompensada. Ese bebe sería la mamá del fhürer. No sé si es cierto, pero si lo es, el canciller consiguió ocultarlo muy bien.
Ya que estamos con el tema, voy a proponer un ejercicio de imaginación que hace tiempo me ronda por la cabeza. Imaginemos que cuando metieron en el trullo a Hitler en 1923, con una condena de cinco años, por su complicidad en una intentona de golpe de estado fallida, condena que luego se quedó en ocho meses, alguien (un judío, un comunista, un homosexual) se lo hubiera cargado en su celda. Sigamos imaginando: el partido nazi, sin un líder carismático (siempre me ha resultado difícil entender donde le veían los alemanes el carisma a este señor), se queda sin representación parlamentaria y languidece, tanto en Alemania como en Austria-Hungría. La república de Weimar consigue recuperar económicamente al país tras el desastre de la derrota en la Gran Guerra, y consolida un régimen demócratico, moderno y libre. Las artes florecen en absoluta libertad en ambos países y el cine, con productoras potentes en Viena y Berlín, con todo ese talento que ya conocemos -hasta Lubitsch habría regresado de Hollywood- pudiendo trabajar en su propio idioma y con actores de la tierra, coloca el expresionismo, el cine de denuncia social, la comedia musical o la comedia refinada a la cabeza del cine mundial.
Puestos a imaginar, mientras sea gratis, podemos pensar que los grandes directores americanos, que ven con envidia la libertad con que trabajan sus colegas europeos, sin códigos Hays ni Comités de Actividades Antiamericanas, ni senadores McCarthy, directores con apellidos como Cukor, Mankiewicz, más tarde Kubrick, que les invitan a venir a Europa a buscar sus raices, empiezan a firmar sustanciosos contratos con la UFA y se afincan en el continente. Se quedan solo los Ford, Hawks, Walsh, que no se ven capaces de integrar el western o el cine de aventuras en el nuevo cine europeo. Gracias a ellos Hollywood no se moriría del todo. Hubiera sido bonito, ¿verdad?
En cualquier caso Lubitsch, que habiá pasado, como todos, por las manos de Max Reinhardt antes de dedicarse al cine, llegó a Hollywood en 1922 precedido de una reputación después de realizar más de cincuenta films en Berlín, como actor y director.
En 1933 se nacionalizó estadounidense. Para entonces ocupaba un cargo de supervisor en la Paramount, que le permitió ayudar a colegas judíos cuando empezaron a recalar en Hollywood, entre ellos Wilder (que siempre le consideró su maestro indiscutible) y Preminger, que terminó su última película, La dama del armiño (1948), cuando su enésimo achuchón se lo llevó por delante, a los 56 años.
En estos cinco lustros en Hollywood dejó 26 películas, todas ellas reflejo del extraordinario talento y la personalísima visión de la puesta en escena de que estaba dotado, lo que ha dado en llamarse el “toque Lubitsch”, que muchos han intentado imitar sin éxito. Sus elipsis, el desarrollo de la acción fuera de la visión del espectador, que adivina lo que esta ocurriendo a través de puertas que se abren y se cierran, de sirvientes que entran y salen, no ha conseguido nadie repetirlo.
Y entre tanta película genial, varias obras maestras; yo he escogido estas cinco:
1.- Un ladrón en la alcoba (1932), conocida en el resto del mundo por el nombre Trouble in Paradise. Aunque no es de las más recordadas, a mí me encantó cuando la ví por primera vez, y después no he dejado de encontrarle nuevos jugosos momentos en posteriores revisiones. Un ejemplo “de libro” para ilustrar la teoría sobre el citado “toque Lubitsch”. Y Herbert Marshall y Miriam Hopkins, espléndidos.
2.- La viuda alegre (1934). La opereta de Franz Lehar, rodada con profusión de medios, sin reparar en gastos. La Metro se volcó, sabiendo que el tirón de la pareja Maurice Chevalier/Jeanette MacDonald, con los que un par de años antes ya Lubitsch había proporcionado a la Paramount un taquillazo con El teniente seductor (1931), tenían el éxito asegurado. La aventura de la viuda rica y el conde Danilo, obligado a conquistarla por orden del rey se había visto ya mil veces en los escenarios y gracias a la película llegó a millones de espectadores en todo el mundo. En 1952 Curtis Bernhardt rodó una versión en tecnicolor, con Lana Turner y Fernando Lamas, que también disfrutó de una buena carrera comercial. La Turner no es santo de mi devoción, pero he de reconocer que aquí y en Los tres mosqueteros de George Sidney, estaba guapísima.
3.- Ninotchka (1939). La volví a ver hace unos días y me reconforta ver que sigue fresca y divertidísima con esos tres descacharrantes delegados soviéticos en París para negociar la devolución de las joyas que se llevó la familia imperial al pueblo ruso. La Garbo, una señora que a mí siempre me ha parecido sobrevalorada, aquí está magnífica. Y Melvin Douglas, que empezó a gustarme después de cumplir los 60, también está mejor que de costumbre. Por si alguien no la ha visto y puede hacerse con ella, un detalle curioso: el jefe de la Garbo en Moscú, que solo sale un momento, es Bela Lugosi, el mejor Drácula de la historia del cine.
4.- El bazar de las sorpresas (1940). Estúpido título español para The shop around the corner, una encantadora pieza teatral del húngaro Miklós Lázsló, cuya acción se desarrolla integramente en una tienda de objetos de regalo en Budapest. Probablemente sea la que más conoce el lector, porque la pasan por televisión con bastante frecuencia. Magistrales interpretaciones, desde James Stewart hasta el último secundario.
Y 5.- Ser o no ser (1942). Incluída en casi todas las consultas entre las diez mejores películas de todos los tiempos, (en la encuesta de Almudena Leira para Nickel Odeon aparece en segundo lugar, ex aequo con Ciudadano Kane y Cantando bajo la lluvia, con 37 inclusiones) La peripecia de esa compañía teatral polaca en plena ocupación nazi de Varsovia convierte esta aparente comedia entre el vaudevil y la aventura de espionaje en una sátira feroz del nazismo. Películas como ésta o El gran dictador, de Chaplin, ayudan más a la destrucción del fascismo que los alegatos serios, tipo Vencedores o vencidos, sin que esto quiera decir que no son también necesarios. Todos los cauces empleados para mantener viva la memoria de la barbarie nazi son pocos. Aunque solo hubiera rodado esta película, Ernst Lubitsch tendría ganado su puesto entre los grandes.
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