(1) LUCY, de Luc Besson.

VIAJE PSICOTRÓPICO POR LA TEORÍA DE LA EVOLUCIÓN
De aquel famoso esqueleto fosilizado de un homínido perteneciente a la especie Australopithecus afarensis, de 3,2 millones de años de antigüedad, descubierto en Etiopía —que recibe el nombre de Lucy por la canción Lucy in the sky with diamonds de Los Beatles, que escuchaban los investigadores la noche posterior al hallazgo— hasta la actualidad, donde la Humanidad ha conquistado el planeta y viajado a la Luna, el cerebro humano ha evolucionado haciéndose más complejo y sofisticado. Pero siguiendo la lógica evolutiva, ¿cuál es el límite de desarrollo cerebral? Si no nos autodestruimos antes, por culpa de un conflicto nuclear o de una crisis medioambiental irreversible, ¿hasta dónde evolucionará la mente humana?
El director, guionista y productor francés Luc Besson, adalid del cine europeo de ciencia-ficción y de acción, capaz de gestar películas que compiten en situación de igualdad con las superproducciones hollywoodienses, se plantea esta y otras cuestiones en Lucy, su último film, un discreto relato de ficción que combina la acción más desmedida con una interesante reflexión sobre la esencia de la teoría darwinista y su influencia en las capacidades psíquicas y motoras de nuestra especie.
El punto de partida resulta la mar de estimulante. Sin embargo, su desarrollo me ha decepcionado profundamente por la constante suspensión de incredulidad provocada por la sucesión de incoherencias, giros y arbitrariedades, partiendo de su principal axioma, demostrado falso por la ciencia: únicamente el 10% de nuestro cerebro está activo, lo que implica que si llegáramos a usar un mayor porcentaje nuestras capacidades cognitivas serían ilimitadas.
Manejando el esqueleto narrativo propio del thriller, donde una mujer es forzada a ser una “mula” que carga en su estómago una bolsa de droga capaz de estimular la actividad cerebral a niveles sobrehumanos, Lucy muta rápidamente en un hipervitaminado film superheroico que narra el enfrentamiento entre una mujer cuasi-omnipotente y un pérfido mafioso que quiere recuperar a toda costa su valioso alijo. En el momento en que la sustancia se derrama en el interior de la protagonista tras recibir una paliza comienza una transformación neurológica que aumenta progresivamente su actividad cerebral, asistiendo al nacimiento de un ser con poderes que van desde la resistencia al dolor, el control del metabolismo, la telequinesis, la telepatía, la visión de rayos X, la creación de realidades virtuales, la manipulación de todo tipo de energía, hasta el control del tiempo y del espacio. Esto es, acaba alcanzando la divinidad.
Si en Blade Runner (1982) el espectador admitía habitar un futuro lúgubre e inhóspito en el que conviven humanos y robots; si en Parque Jurásico (1993) el auditorio aceptaba la posibilidad de clonar dinosaurios; o si en El sexto sentido (1999) el público se creía la existencia de fantasmas, en Lucy todo resulta inverosímil. Desde la misma existencia de una droga que te convierte en un Dios, pasando por que la mafia china viaje a París persiguiendo a la protagonista sin obstáculos o que esta requiera la ayuda de un investigador para que le aconseje cómo gestionar su superioridad intelectual (¡!), hasta el caprichoso aumento de poderes, algunos de ellos difícilmente explicables: incrementar la inteligencia no te convierte en un experto en idiomas si no los has aprendido antes. En todo caso facilita el aprendizaje pero no te hace sabedor de conocimiento no adquirido previamente.
Todo ello envuelto en un discurso New Age que mezcla teorías sobre la realidad de Matrix (1999) y la manifestación de la omnipotencia a lo Akira (1988). Aquellos que reprocharon a Terrence Malick de ponerse trascendente en El árbol de la vida (2011) y en To the wonder (2012), Lucy debe parecerles el colmo del coñazo pseudo-científico.
Desgraciadamente, su reparto artístico no mejora el producto. Scarlett Johansson es Lucy, la protagonista. Pero también es la película en sí. Monopoliza la práctica totalidad del relato, salvo pequeñas cesiones a un Morgan Freeman que últimamente parece parodiarse a sí mismo, calcando el etéreo personaje que encarnó en la reciente Transcendence (2014). Resulta imposible empatizar con ella ni entender la nula repercusión del personaje del profesor Norman, que sirve exclusivamente para explicar en términos comprensibles la delirante teoría que sostiene la historia.
Ni siquiera las dotes de narrador de Besson, autor de las decentes León, el profesional (1994) y El quinto elemento (1997) salvan el lado lúdico de Lucy. La previsible concatenación de luchas, tiroteos y persecuciones se me antojan, en este sentido, una tomadura de pelo.
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