(3) IDA, de Pawel Pawlikowski.

LAS PENUMBRAS DE LA HISTORIA
La primera película que nos llega del galardonado realizador Pawel Pawlikowski, nacido en Varsovia pero exiliado en su adolescencia a Gran Bretaña donde ha desarrollado una brillante carrera profesional en cine y en TV, es una co-producción rodada en Polonia y ambientada con gran fidelidad en los primeros años 60 que emplea una fotografía en blanco-negro y en formato casi cuadrado para significar, seguramente, la monotonía y la tristeza de la vida cotidiana en aquella época de “socialismo real”.
En los últimos 50 años, el cine ha ido evolucionando desde el clasicismo a la modernidad mediante una serie de cambios semánticos entre los que, en esta ocasión, hay que mencionar el abandono de las explicaciones de carácter psicológico y la autonomía expresiva de las imágenes, dando mucha menor relevancia al relato verbal (diálogos, voces en off, etc.) en su empeño de lograr la activa complicidad del espectador compartiendo con él la serie de sugerencias que el discurso fílmico le brinda para que, libremente, reordene e interprete todos los signos, tanto los de naturaleza ideológica como los de carácter sentimental.
Ida impresiona por su riqueza dramática y contextual, por abordar con medios escasos, con una gran austeridad y con una mínima duración (80 minutos) todo un variado y complejo repertorio temático que va desde el catolicismo al comunismo, desde el colaboracionismo con los nazis al exterminio de judíos, desde el papel de la familia a la búsqueda de la identidad personal y desde la inocencia juvenil al descubrimiento del sexo.
Si en lo estilístico es inevitable la referencia a Robert Bresson y Krzysztof Kieslowski, el peculiar clima del film -ahora con una mirada libre de ataduras- nos remite a la obra de los magistrales Andrzej Wajda y Andrzej Munk.
Ida es una evocación lúcida, desde la actualidad, de lo que sucedió en los años 40 y 60, con una admirable “objetividad” que expone las razones de todos los personajes con una aparente frialdad narrativa. La sucesión de planos fijos, con encuadres “descentrados” que dejan un espacio vacío sobre las cabezas de los actores, nos describe con precisión la temporal convivencia entre Anna (la pequeña huérfana de guerra Ida convertida en una novicia a punto de profesar los votos en un convento) y su tía Wanda, una ex fiscal estalinista que propició la muerte de varios acusados y que vive atormentada ahora por los remordimientos y por un hondo escepticismo.
El contraste entre las protagonistas -con acompañamiento musical de Bach, Mozart, canciones italianas, piezas de jazz, etc.- confiere profundidad a este relato que cuenta, en esencia, el itinerario físico y moral de dos mujeres que acaban descubriéndose a sí mismas tras un doloroso retorno al pasado.
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