(4) LA GRAN BELLEZA, de Paolo Sorrentino.

LA VORÁGINE DE LA MUNDANALIDAD
La gran belleza acaba de ser declarada la mejor película europea del año y para mí, sin duda, es la película más fascinante de los últimos tiempos. A partir de un guión fruto de la estrecha colaboración entre Umberto Contarello y Paolo Sorrentino —relevante realizador de Las consecuencias del amor (2004), Il divo (2008) y Un lugar donde quedarse (2011)—, el film es un peculiar retrato de la hechizante hermosura estival de Roma, una ciudad tan antigua como mortalmente seductora, mostrada con un estilo próximo al documental aunque con una estructura abierta de ficción mediante una sucesión de secuencias que sólo obedecen a la mirada de Jep Gambardella —el extraordinario Toni Servillo—, un maduro y famoso periodista de origen napolitano, novelista frustrado, que nos enseña la decadencia —¿berlusconiana?— de la capital italiana apelando estilísticamente tanto a la fantasía creadora de Fellini —La dolce vita (1960) y Roma (1972)— como al pesimismo existencial de Antonioni —La noche (1961)—, a quienes rinde homenaje para convertir la visión poética y filosófica, respectivamente, de los maestros en un carnaval post-moderno en el que la ironía y la sátira se alían para invitarnos a una reflexión de hondo calado en torno a la ceguera y la inutilidad de unas élites sociales y al fin de una época de falso esplendor cuyo futuro se presenta muy problemático.
Jep Gambardella —que vive y alterna en una vivienda con terraza frente al Coliseo, una clara referencia a Ettore Scola—, como testigo privilegiado, es el Macello Mastroianni felliniano de Via Veneto 50 años después. Pero ahora contempla con mayor escepticismo, con una amarga lucidez que bordea el cinismo, toda la barroca frivolidad, la fofa brillante y la pretenciosa extravagancia de unos caricaturescos personajes que se desnudan ante la cámara en sus momentos de ocio, de erotismo, de disfrute del dinero y de la religiosidad, aunque el director y el protagonista acaben silenciando todo este mundanal ruido para hacernos pensar en la vejez y en la muerte —la vida como camino hacia el final— y para transmitirnos un sentimiento de nostalgia ante la sencillez y la inocencia perdidas.
La gran belleza no es una obra realista, siendo la invención imaginativa la manera de acercarse a la verdad, y ha sido definida como “una comedia de la nada” en alusión a los selectos ambientes de hoy. La riqueza de sus propuestas va unida al placer de su contemplación, a lo que contribuye poderosamente una excelente fotografía y una magnífica banda sonora, con espléndidos fragmentos musicales, en la que coexisten melodías clásicas y populares, símbolos de lo sagrado y de lo profano.En definitiva, una extraordinaria película que destila una profunda melancolía.
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