(2) FUTBOLÍN, de Juan José Campanella.

DAVID CONTRA GOLIAT
La incursión del admirado Juan José Campanella en la animación se ha saldado con un resultado muy digno, hasta el punto de vencer los prejuicios de un sector de la crítica especializada que desde tiempos remotos ha condenado este género injusta e inmerecidamente. Futbolín es un producto infantil —no lo disimula, ni tiene por qué hacerlo— que, plantándole cara a la todopoderosa industria estadounidense, juega en su mismo terreno: un solvente soporte técnico que apuntala una típica historia de superación personal que nada tiene que envidiar a Pixar o a DreamWorks. Pero lo hace buscando su propia identidad, revelada en la idiosincrasia hispano-argentina de sus personajes, escenarios y situaciones, así como en las pinceladas reivindicativas en lo social impensables en las producciones made in USA.
Ahora bien, ¿se percibe la aportación del realizador argentino? Sinceramente, no aprecio el estilo personalísimo del autor, seguramente por legítimos intereses comerciales. Esto es, Futbolín podría haber sido firmado por un desconocido y seguiría siendo una correcta película de dibujos animados. No me influye mi afinidad por el director de el hijo de la novia (2001), Luna de Avellaneda (2004) y El secreto de sus ojos (2009).
El propio título anticipa la temática del film, centrándose en el entrañable universo de un salón recreativo, dominado por el fantástico juego de mesa basado en el fútbol. Eso sí, esta simulación del deporte-rey es una excusa para tratar temas mucho más amplios como el valor de la amistad, el trabajo en equipo y la mencionada superación personal. De hecho pronto pasamos de un microcosmos poblado por diminutas figuras de madera a un gigantesco estadio de fútbol donde, por una arriesgada apuesta entre un David cualquiera y un Goliat del montón, se enfrenta un equipo de perdedores contra un equipo de galácticos.
Futbolín no pretende en absoluto retratar el negocio del balompié, aunque lo sugiera a través del oscuro personaje del manager, o denunciar su hegemonía frente a otras disciplinas deportivas. En todo caso reivindica la figura del aficionado y su pasión ciega hacia su equipo, más que al endiosado jugador de turno o a la dictadura de los clubs.
El caso es que Campanella logra plasmar belleza en la derrota, aleccionar contra la ambición desmedida de aquellos que no asimilan bien la fama y apelar a los pequeños placeres de la vida: porque ¿hay mayor placer que jugar con los amigos una partida de futbolín? Resumiendo, sin trascender a obra maestra, nos encontramos ante una buena animación.
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