(1) DIANA, de Oliver Hirschbiegel.

EL ÚLTIMO (Y VERDADERO) AMOR DE LA PRINCESA REBELDE
La trágica muerte en París de Lady Di, princesa de Gales, en un accidente automovilístico a finales de agosto de 1997 dio pábulo a una eclosión de teorías conspiranoicas que incriminaron al Servicio Secreto Británico, a la Familia Real Británica y al entonces recién estrenado gobierno de Tony Blair. Nada más lejos de la realidad: acosados por la prensa sensacionalista, Diana y su acompañante Dodi Al-Fayed huían de ella cuando su coche se empotró en el interior del Túnel de l’Alma, en la margen norte del río Sena en la capital francesa.
Ensalzada como icono de la elegancia, de la moda y del papel cuché, defensora de todo tipo de proyectos solidarios, era cuestión de tiempo que su vida fuera trasladada a la gran pantalla. Y lo hace envuelta en una aura hagiográfica que mitifica su figura, centrándose en su aparentemente tormentosa vida privada y en su rebeldía frente al encorsetado mundo de la aristocracia, despertando por ello la admiración de la plebe, llegando a ser conocida como la princesa del pueblo.
Así, a partir del libro Diana Her Last Love de Kate Snell, el guionista Stephen Jeffries y el director Oliver Hirschbiegel configuran el retrato sentimental “oficial” de Diana de Gales en los últimos dos años de vida. Y ese es precisamente el problema: lejos de construir al personaje en toda su complejidad, Diana se centra en sus asuntos amorosos proclamando otra teoría más que rodearía de escándalo su trágica existencia: su enamoramiento no del hijo del millonario egipcio dueño de Harrod’s, sino de un prestigioso cardiólogo pakistaní cuyo romance furtivo, un auténtico cuento de hadas, finalizó por la imposibilidad de discreción. Esto hubiera merecido un tratamiento más profundo sobre la relación amor-odio de la ex-Alteza Real con la prensa amarilla inglesa, pero el realizador lo expone simplemente de refilón. Sin duda, desde su destacable El hundimiento (2004), Hirschbiegel no ha levantado cabeza enclaustrándose entre lo discreto y lo banal.
La película, que no puede evitar el tufillo a telefilm de sobremesa, empalaga con tanto edulcorante y cansa al insistir en el manido cliché de “princesa rebelde que desearía ser alguien normal”. Los intérpretes hacen un gran esfuerzo para dar tridimensionalidad a sus personajes, incluso Naomi Watts gesticula con gran parecido a la mismísima Lady Di, pero no logra darle la suficiente entidad. El resto, incluyendo un Naveen Andrews que ha renegado de su encarnación del médico Hasnat Khan, se limita a ser una mera comparsa tras la omnipresente protagonista.
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