(0) LOS AMANTES PASAJEROS, de Pedro Almodóvar.

VUELO A NINGUNA PARTE
Resulta innegable la aportación de Pedro Almodóvar al cine español, dotándole en su momento de una modernidad, una frescura y una impostura inéditas. Sin embargo, y reconociendo todos los premios cosechados en su dilatada trayectoria y los abundantes elogios de su público fiel y de una parte de la crítica, debo advertir al lector de mi perplejidad ante el “fenómeno Almodóvar”.
Y es que, de verdad, no lo entiendo. No capto el talento que le otorgan sus acólitos. Mi naturaleza agnóstica me impide tener fe ciega en él. De su filmografía se ha dicho que es la obra de un narrador excepcional, pero precisamente son sus guiones la peor faceta del realizador manchego. Dicen sus valedores que es un innovador del lenguaje cinematográfico, pero yo veo un vendedor de humo con un apabullante dominio del marketing. Su cine es esencialmente estilo, peculiar e intransferible, una carcasa adornada con una factura técnica irreprochable y reforzada por un sólido plantel de actores y una envolvente banda sonora, pero vacía de contenido, de reflexión, de vida, de autenticidad. Sus películas están más cerca del vodevil escénico y del culebrón televisivo que de los Nuevos Cines europeos, ya ni te digo de los maestros del cine.
Y ahora, tras una larga travesía por el melodrama en su sentido más peyorativo, decide regresar al género que lo encumbró, con el que forjó sus señas de identidad como creador: la comedia. En su retorno a las raíces reclama ese humor tan característico que mezcla el costumbrismo más castizo con el surrealismo más daliniano. Para unos, un genio, para otros, un excéntrico fanfarrón. Para gustos, colores.
Los amantes pasajeros es, según sus palabras, su film más gay. Si antes este concepto implicaba transgresión, reivindicación y libertad, ahora destila folklorismo rancio, que fortalece tópicos y generalizaciones propios de otra época, usando chistes patentados por el Titi (qepd). El tiempo ha pasado, y ni él ni el público son los mismos. Me temo que su chispa de antaño ya no muestra la misma vitalidad.
La nueva comedia de Almodóvar, de trama desmadrada y coral, narra las vicisitudes de un grupo de estrafalarios personajes que viven una situación de incertidumbre dentro de un avión accidentado que se dirige a México D.F. Empleando un sencillo símil aeroportuario, elabora una oportuna sátira de la sociedad española en la que los ciudadanos dormimos drogados en la clase turista mientras los privilegiados se montan una fiesta a nuestra costa. La clase business, formada entre otros por un político corrupto en fuga, una prostituta de lujo, un matón a sueldo, una virgen vidente con deseos prohibidos y una tripulación sacada de los Village People, configura un espacio carnavalesco donde fluyen el alcohol y los fluidos corporales con toda naturalidad. El resultado es un espectáculo de luces y colores chillones en el que Almodóvar director ha acabado devorado por su propia marca, perdiéndose en el eco de su propia voz.
El vuelo de Almodóvar, literal y metafóricamente, no va a ninguna parte. Revolotea en círculos sin mayor pretensión que la de ofrecer un discreto y volátil entretenimiento. Un artificio bajo la forma de una farándula ligera y luminosa con ocurrencias verbales a la altura de las comedias adolescentes estadounidenses, esperpénticos diálogos plagados de vocabulario escatológico y sexual. Es inevitable no reírse en algunos de los abundantes gags protagonizados por ese fabuloso trío de azafatos, pero es una hilaridad irreflexiva, circense y de baja estofa. A años luz del humor denso e inteligente de la comedia clásica estadounidense.
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