(5) AMOR, de Michael Haneke.

ENVEJECER, ENFERMAR Y MORIR
Tras asistir a la proyección de Gritos y susurros (1972), un impresionante film de Ingmar Bergman —mutilado por la censura franquista— sobre los sufrimientos y la angustia de una enferma terminal rodeada de sus hermanas, no pocos espectadores salieron echando pestes y jurando no volver a ver otra película del cineasta sueco, a pesar de tratarse de un estilizado relato que sublimaba la tragedia con abundantes resonancias metafísicas. A los supervivientes de entonces y al público actual de similares preferencias les recomendaría seriamente que no fueran a ver Amor. El que avisa no es traidor. A mi juicio, sin embargo, nos encontramos ante una obra maestra difícilmente asimilable por la incomodidad que produce su extrema dureza pero que ha contribuido a engrosar la larga lista de premios recibidos por el singular realizador austríaco Michael Haneke, que a sus 70 años puede presumir de una carrera que nunca ha hecho concesiones a las exigencias de la industria y a las mieles de lo convencional.
La película, galardonada en el Festival de Cannes y aspirante a los Oscar entre otros merecidos reconocimientos, narra el proceso de envejecimiento, la grave enfermedad degenerativa de la esposa, los cuidados del marido y la muerte del matrimonio formado por unos cultos y acomodados octogenarios, antiguos profesores de música, con esporádicas visitas de un antiguo alumno y una hija —encarnada ésta por Isabelle Huppert—. En ella ninguna sensiblería nos atosiga pero nos acongoja su enorme ternura y sensibilidad, servida con lúcido y respetuoso distanciamiento, ante la inevitable y progresiva pérdida de facultades físicas y mentales de la pareja protagonista. Todo ello mostrado como una crónica de la cotidianeidad sin efectismos innecesarios pero sí con la utilización de algunos elementos simbólicos: la paloma —la naturaleza entendida como signo de vida y de libertad— o el joven pianista —la nostalgia de un gozoso pasado profesional en la enseñanza—.
Asombrosa por su rigor y precisión narrativas es la dirección de Haneke en este film de limitado presupuesto, producida por Les Films du Losange, y rodada toda ella en interiores —casi siempre en un apartamento—, siendo aparentemente sencilla de formas pero compleja en significados gracias a un admirable estilo que algunos ignorantes han osado definir como “teatral”.
La extrañeza, la rabia, la impotencia, el dolor, la desesperación y la trágica decisión final expresan la afectuosa y sacrificada actitud del marido ante su drama conyugal, que también viene a representar la extinción del amor ¿o todo lo contrario, el máximo y definitivo acto de amor?, con un variado registro de emociones que se expresan o se sugieren mediante unos planos serenamente contemplativos, sabias elipsis, suaves movimientos de cámara, un ritmo pausado y con la extraordinaria labor interpretativa de J. L. Trintignant y Emmanuelle Riva. ¡Qué cruel es el paso de los años, para los personajes pero también para los actores cuando recordamos su lozanía, respectivamente, en El conformista (B. Bertolucci, 1969) y en Hiroshima, mon amour (A. Resnais, 1959)!
Su visión no puede dejar de evocar en la mayoría de espectadores el drama de las propias vivencias familiares, aunque la honesta mirada de Haneke evita cualquier efecto traumático derivado de la sorpresa al articular el film como un flash-back total a partir de la primera secuencia, haciéndonos de esta manera conocedores del desenlace.
Amor debería ser de visión obligatoria para los infames políticos que han recortado y siguen recortando sin piedad las prestaciones a personas dependientes, generalmente ancianos y discapacitados en estado de grave necesidad.
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