(4) EL PROFESOR, de Tony Kaye.

LA ANGUSTIA DE VIVIR
Los críticos solemos abominar de los films almibarados y valorar positivamente aquellos que conjugan con talento el drama y la comedia, pero a veces quedamos descolocados, incluso nos sentimos incómodos, ante relatos como El profesor con su aspecto de constituir una síntesis selectiva de los aspectos más dolorosos y tristes de la existencia. Su negrura es tal que a veces piensas que constituye un repertorio de motivos para el suicidio. Así pues, se trata de un film duro y sin concesiones, a pesar del desenlace abierto a la esperanza, lo cual no debería extrañarnos viniendo de Tony Kaye, un cineasta lleno de ruido y de furia como ya pudimos comprobar en American History X (1998), una impactante crónica sobre el racismo.
Buena parte del acierto corresponde a Adrien Brody, cuya excelente interpretación como protagonista ayuda a comprender y a profundizar en su personaje, un profesor de literatura que asume un trabajo temporal en un instituto de Queens (Nueva York) con gestores, docentes y alumnos especialmente desmotivados, arbitrarios o violentos. Hay un montón de películas distintas sobre el tema de la educación de niños y de adolescentes, pero el antecedente más directo de El profesor seguramente sea Semilla de maldad (Richard Brooks, 1957), adaptación de una novela de Evan Hunter encabezada por Glenn Ford, un retrato realista de la escuela pública en Estados Unidos atemperado por un notorio afán educativo y por cierto optimismo social. La diferencia es que aquí el profesor, lleno de buenas intenciones didácticas, es competente en su especialidad pero no modélico como persona ya que viene traumatizado por su pasado familiar y lastrado por una incapacidad afectiva —su título original Detachment significa “desapego”— que sólo parece resolverse al final con su paternal relación con la joven prostituta redimida.
En la película hay una acusación contra los diversos estamentos de la escuela —incompetentes, fosilizados, rutinarios— pero sobre todo destaca el reconocimiento de la necesidad de una implicación emocional en cualquier actividad de la existencia humana. Son esos lazos afectivos los que nos redimen de la soledad y posiblemente del trastorno mental.
La cámara es aquí un testigo de excepción, como un microscopio que escruta con detalle y con fría objetividad personajes, sentimientos, ideas y posturas morales. Pero no se trata de un relato lineal pues su rigurosa mirada se sirve también de abundantes y breves flashbacks con imágenes de diferente textura fotográfica, especialmente sobre la infancia del protagonista, sin que la fragmentación temporal difumine un discurso que precisamente por ello acaba enriquecido.
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