(2) HOLY MOTORS, de Leos Carax.

HERMÉTICO CINE DE AUTOR
Muchas de las películas de Jean Cocteau, Peter Greenaway o David Lynch son ejemplos de obras nada fáciles de interpretar, por la dificultad de captar todo su sentido y haber sido realizadas con un deliberado estilo anti-naturalista al que no es aplicable la lógica narrativa del realismo, además de estar concebidas desde una mirada surrealista en la que los sueños, la imaginación y los personajes fantásticos les confieren un peculiar carácter de caótica incoherencia. La asociación de imágenes, las situaciones absurdas y los diálogos metafísicos responden a la voluntad de aquellos cineastas que buscan romper con el relato clásico, con el lenguaje tradicional, con filmes que son pura invención y cuyo destino es ser interpretados con plena libertad por el espectador. Se trata de un cine “de autor” particularmente hermético pero también fruto de una total independencia y autonomía creadoras.
Ante Holy Motors lo primero que acude a la mente son las diversas teorías sobre la función de los personajes en el arte escénico: la máscara como determinante de la apariencia frente a lo real y la vida del ser humano como mera representación de un papel asignado de antemano; el disfraz como modo de asumir una identidad ajena, y las tesis pirandellianas sobre la sociedad como un juego teatral en donde los personajes como entes autónomos de ficción acaban imponiéndose a las razones de los actores y del propio autor del texto. Pero Holy Motors, aún siendo un discurso filosófico sobre el mundo contemporáneo lastado quizá por un exceso de pretensiones, asume formas de ciencia-ficción urbana y el Sr. Óscar, su protagonista, se presenta como un individuo que va cambiando de aspecto y de personalidad a lo largo de las 24 horas durante las que, como un sicario en pleno trabajo, recorre con su limusina las oscuras calles de la noche parisina, recordando no poco a la reciente Cosmópolis (2012) de David Cronenberg.
Si nos atenemos a las declaraciones de Leos Carax, esta película la hizo tras varios proyectos frustrados por problemas de dinero y de reparto, venciendo el criterio de lograr un film barato, rodado con cámaras digitales, a partir de unas ideas bastante vagas desarrolladas con buenas dosis de improvisación. El resultado, sin duda desconcertante, es un relato apocalíptico, lleno de simbolismos, sobre el fin de la era de la mecanización: el gran coche de lujo como vivienda rodante, objeto deseable y a la vez ridículamente aparatoso. Hombres, animales y cosas en vías de extinción ante un nuevo universo virtual. Adiós, pues, a las experiencias íntimas y a las emociones transferibles.
El protagonista, con sus gestos y sus actitudes, evoca con frecuencia al Mr. Hyde, un loco perverso y extravagante, de la versión que hizo Renoir en El testamento del Dr. Cordelier (1960) de la novela de R. L. Stevenson. Y la conductora del automóvil no es otra que la veterana Édith Scob, jovencita enmascarada en Ojos sin rostro (1960), de Georges Franju.
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