(3) LOS NOMBRES DEL AMOR, de Michel Leclerc.

A LA REVOLUCIÓN POR EL SEXO
El título original de esta producción francesa es Le nom des gens y logró dos premios César: al Mejor Guión y a la Mejor Actriz, Sara Forestier, que forma pareja protagonista con el interprete Jacques Gamblin. Ambos vienen a encarnar como alter ego a los propios guionistas del film, Baya Karmi y el realizador Michel Leclerc, que plasmaron en el relato muchas de sus experiencias autobiográficas.
Se trata de una comedia disparatada, lindante con el absurdo, pero sólo en cuanto a tono y a estilo porque, en el fondo, aborda cuestiones serias y dramáticas, consideradas tabú o muy conflictivas en determinados ambientes —el Holocausto, el racismo, la pederastia, la energía nuclear, la guerra de Argelia o la emigración árabe en Francia—, sirviendo el humor precisamente para enfrentarse y superar los problemas o recuerdos traumáticos, generadores de neurosis y de obsesiones malsanas cuando no son exteriorizados adecuadamente.
El talento de Michel Leclerc le permite controlar con gracia y suficiente delicadeza todo un torrente desbordante de personajes, situaciones y diálogos, y lo hace con una mirada progresista —la breve presencia como actor invitado del socialista Lionel Jospin, el activismo libertario de Baya, la sátira de los fachas, etc.—. Compartiendo algunos referentes similares, compárese el ingenio que destila esta película con el humor zafio de Sacha Baron Cohen en El Dictador (2012).
No por casualidad, el modelo confeso de Michel Leclerc es el cine de Woody Allen —ironía, provocación, paradojas, burla del reducto familiar, la importancia del sexo—, lo que se percibe en el fuerte contraste entre los protagonistas: las difíciles relaciones entre el hijo de una judía y la hija de un musulmán, ambos agnósticos y nada fanáticos, cuya incompatibilidad de caracteres y de mentalidad, gracias al amor, se transforma milagrosamente en complementariedad entre libertinaje y monogamia, entre viva espontaneidad y fría metodología. La comicidad funciona, pues, como instrumento pricoanalítico para resolver íntimos conflictos morales, para no tomarse en serio a uno mismo, para confesar dolorosos secretos, para que el director sortee —en cuanto a estilo expresivo— toda tentación de vanidad o pedantería.
Muy sugestiva, casi poética, la escena en la que la muchacha desnuda es vestida por su excitado compañero, una original concepción del erotismo que invierte los mecanismos de la mirada voyeur que son esenciales en el strip-tease.
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