(1) LA PIEL QUE HABITO, de Pedro Almodóvar.

UNA COSA ES LA REPETICIÓN Y OTRA EL ESTILO DE UN CINEASTA
He visto aproximadamente la mitad de los filmes de Almodóvar —no me ha interesado ver el resto— y todavía no comprendo ni las razones de su notable éxito comercial ni su fama de cineasta importante, reconocimientos que para mí constituyen un insondable misterio, aunque reconozco la eficacia de sus intensas campañas de marketing, no comparto el criterio de muchos espectadores y me mosquea la excesiva condescendencia de algunos críticos de cine postmodernos con las obras de famosos creados por la moda.
La piel que habito ha despertado la polémica y yo me decanto no sólo hacia los que han salido decepcionados de la sala sino que me incluyo también entre los más indignados. Si no fuera por los excelentes técnicos que, como siempre, le han arropado —la fotografía de José Luis Alcaine y la música de Alberto Iglesias, entre otros— y de la celebridad de sus actores, ¿qué sería de la última película de Almodóvar? Para mí, una mercancía barata envuelta en papel de celofán, el inconsistente desarrollo de un disparatado guión que deja ver sus limitaciones culturales y además de las profesionales, pese a la cinefilia y las abundantes citas —literatura, pintura, etc.— de que suele hacer gala el manchego tanto en sus cintas como en públicas declaraciones.
Creo que Almodóvar es un voluntarioso autodidacta del cine que permanece en perpetuo estado de aprendizaje, sin superar unas vivencias cinéfilas bastante poco críticas siempre dominadas por la nostalgia y la mitología, seguramente asimiladas tras horas y horas pasadas en “cines de barrio” e incapaz de trascender las más elementales tramas y emociones de los folletines de la llamada literatura popular.
Cualquier experimentado amante y conocedor del buen cine puede comprobar que La piel que habito parece ser el producto de un realizador amateur —citar a Douglas Sirk, R. W. Fassbinder o Robert Aldrich más que frivolidad sería pecado— dotado de un gran atrevimiento y poder de inventiva pero demasiado propenso a la superficialidad y al disparate. El guión de la película, casi dos horas, me parece de juzgado de guardia, pues una cosa es la libertad para inventar historias de ficción y otra limitarse a exteriorizar una y otra vez como relato fílmico una serie de obsesiones personales que serían más comprensibles en esa etapa de inmadurez —no sería justo decir de patología— que es la adolescencia del ser humano.
Lastimosa es la visión que se ofrece de la sexualidad —transexualidad con cambio de pene a vagina como expresión homosexual camuflada, ausencia de verdaderos afectos, violación, experiencias eróticas casi todas llenas de sufrimiento—, penoso es el retorcimiento y la elementalidad de las relaciones familiares, injusta y marciana la concepción que se tiene de la profesión médica —actuación falta de toda ética, un laboratorio y un quirófano instalados ¡en la vivienda particular de un cirujano plástico!— y tan ridículos son los infantiles juegos con pistolitas como los violentos asesinatos con que se resuelven los artificiosos conflictos creados.
Si desean ver algo parecido a esto pero con verdadera coherencia narrativa, inquietante clima fantástico, serias motivaciones de amor y extraña poesía corran a adquirir el DVD de Ojos sin rostro (1960) de Georges Franju, que se puso a la venta el pasado mes de diciembre.
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