(1) EL TERRITORIO DE LA BESTIA, de Greg McLean.

COCODRILO
A pesar de la lógica evolución del género –gracias al desarrollo tecnológico en áreas como los efectos especiales y la recreación digital en 3-D y el surgimiento de nuevas fronteras hasta hace poco inimaginables como la conquista del espacio o la experimentación genética–, el espíritu de las “películas de monstruos” no ha cambiado a lo largo de los años y se resume en la siguiente máxima: la supuesta superioridad del ser humano ante una naturaleza cada vez más domesticada no es más que un espejismo. Las monster movies nos advierten de que, cuando menos nos lo esperamos, se rebela contra nosotros –por tratar de explotarla, contaminarla o dominarla– de forma salvaje y brutal. Desde King Kong (1933), su clásico fundacional; pasando por Tiburón (1975), Alien, el octavo pasajero (1979) y La mosca (1986); hasta las producciones más recientes como Monstruoso (2008), todas ellas guardan abundantes semejanzas a pesar de la disparidad de orígenes y causas de la amenaza correspondiente.
El cocodrilo se ha convertido en un asiduo protagonista de estos films, dado su linaje prehistórico y su apariencia demoníaca. El año pasado ya destaqué las interesantes aportaciones de Cocodrilo, un asesino en serie (2007), un film que pasó sin pena ni gloria por las carteleras estivales pero que iniciaba una interesante tendencia al realismo y a una angustiosa dosificación del suspense. El territorio de la bestia, sincero homenaje al clásico cine de aventuras, coincide en estos aspectos relacionados con la puesta en escena y la narración empleada, creando una atmósfera inquietante y sombría que plantea ese enfrentamiento visceral entre el bien –la humanidad– y el mal –la naturaleza desatada, el salvajismo animal–. Eso sí, cumpliendo con todos los tópicos y convencionalismos, como la omnipresencia del monstruo y su sorprendente “inteligencia”, que con tan buen oficio reprodujo el film de Spielberg.
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