(3) EL SILENCIO ANTES DE BACH, de Pere Portabella.

ENSAYO SOBRE EUROPA
Lo que sólo parece un homenaje al genial músico barroco alemán J. S. Bach (1686-1750) es un film totalmente alejado de las convenciones del biopic, se convierte en manos de Pere Portabella (Barcelona, 1929) en una reflexión sobre la Europa hoy transformada, perdidos muchos de los lazos culturales comunes de antaño, en un ámbito geográfico y político dominado por los tecnócratas y los mercaderes. La película, con guión del realizador, Carles Santos y Xavier Alberti, apela a la necesidad de reconocer el pasado, activando la memoria histórica, y es una interesante muestra de cine de ensayo, conectada con el ideario y la práctica fílmica de J. L. Godard, en el sentido de rehuir la narración naturalista recurriendo para ello a la ficción distanciada y a formas expresivas de tipo experimental. No hay una línea progresiva en los psicológico o en lo temporal sino una continuidad conceptual basada en la yuxtaposición de planos y de secuencias, con unos diálogos dotados de autonomía, a los que el propio espectador debe dar sentido según su capacidad de lectura de las imágenes, los textos y los sonidos suministrados por el cineasta, bien auxiliado por la cámara de Tomás Pladevall.
El silencio antes de Bach, rodada voluntariamente con una gran escasez de medios, se abre y se cierra con la pantalla en blanco, indicando tanto la materialidad del dispositivo cinematográfico como el comienzo y el fin del discurso propiciado por la proyección de la cinta. Pasado y presente se unifican y se confunden en esta obra que empieza con una danza entre la pianola ambulante que interpreta a Bach y una cámara que la acompaña en sus desplazamientos, uno de los muchos elementos simbólicos que vienen a proclamar el matrimonio entre música y cine, así como entre las artes en general. Y la anécdota se convierte en categoría: la llegada del músico a Leipzig en 1723, con su segunda esposa Ana Magdalena, contratado por el ayuntamiento de la ciudad como kantor de la iglesia luterana de Santo Tomás, una especie de director general de música encargado del coro, de acompañar los sagrados oficios con el órgano, de ordenar la biblioteca, de enseñar latín, de cuidar los instrumentos y de componer, al menos, una cantata semanal. Una vez más, el artista condicionado y utilizado por administrativos y políticos ignorantes de su auténtica valía.
En la banda sonora escuchamos piezas para teclado o violonchelo de J. S. Bach, de Mendelssohn y del contemporáneo Lygeti que acompañan un discurso que va suministrando datos al espectador al margen de cualquier interpretación ideológica o recurso emocional. Sin descartar la sensualidad de la hermosa violonchelista desnuda ni la crítica al masificado turismo de Leipzig, trivial consumidor de una gigantesca herencia cultural, la película es sobre todo una exaltación de la música al margen de la afectada solmenidad de las salas de conciertos: la melomanía del conductor de camiones, la tarea del afinador ciego o el empeño de los jóvenes intérpretes en el metro como manifestación de una voluntad de popularizar, en ambientes cotidianos, el supuesto elitismo de la música llamada clásica o culta.
Pere Portabella se manifiesta aquí, 18 años después de Pont de Varsòvia (1989), como un francotirador del cine y como un ciudadano preocupado por la sociedad de su tiempo. Como cineasta, su obra creativa es tan escasa y singular como marginada de los circuitos comerciales, además de haber producido títulos tan proféticos en su día como Los golfos (Saura), El cochecito (Ferreri) y Viridiana (Buñuel). Como político independiente, sin militancia partidista, siempre ha sido fiel a un compromiso ético de izquierdas que le ha llevado a trabajar por sus convicciones progresistas, primero como senador coautor de la Constitución de 1978 y después como diputado autonómico catalán. Genio y figura.
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