(3) EN LA CIUDAD DE SYLVIA, de José Luis Guerín.

LA MIRADA DEL DIBUJANTE
La obra fílmica de José Luis Guerín (Barcelona, 1960) es tan escasa como inteligente, tan personal como incómoda para públicos perezosos que sólo buscan el fácil entretenimiento de las películas sin un ápice de reflexión. En la ciudad de Sylvia, rodada con limitaciones presupuestarias, muestra al realizador catalán fiel a su estilo con un producto bastante experimental, en el que la ficción y el documental borran sus fronteras para trascender el concepto de género y captar la vida cotidiana con sus ruidos y música naturales, surgidos de las calles de Estrasburgo, con escasísimos diálogos y con planos fijos cuya larga duración evoca al Antonioni de los «tiempos muertos» y del pausado fluir de la existencia.
Lejos de la narrativa tradicional, aquí se exige la participación activa del espectador reduciendo al mínimo el argumento y entronizando la imagen como pura expresión autónoma sin contaminación ideológica o explicación psicológica alguna. Un muchacho va dibujando en un cuaderno a las numerosas chicas que le rodean en la terraza de un bar…
Aparentemente, en esta película no ocurre casi nada y, sin una puesta en escena explícita, una cámra presuntamente imparcial capta todo lo que hay ante el objetivo con una mirada que asume y unifica las apetencias tanto del realizador y del protagonista como del espectador, en un festival de voyeurismo que acaba revelando, paradójicamente, la imposibilidad real de descifrar el misterio que se esconde detrás de cada rostro humano.
En esta coproducción franco-española, Guerín rinde tributo al cine como instrumento y como arte de apropiación de una realidad que, sin embargo, sólo nos permite abrazar simples fantasmas y meras apariencias. Un homenaje también a las mujeres hermosas así como un retrato enamorado de calles, casas, cafés, tranvías y jardines de una urbe peatonal diseñada para el ciudadano y donde, en el film, muchas paredes testimonian la pasión de alguien que pintó graffitis con un obsesivo «amo a Laura».
Con la misma ingenuidad de los primitivos cineastas, Guerín descubre y muestra su amor a la vida que brota ante su cámara, mientras su alter ego, el dibujante, absorbe la realidad con unos ojos fascinados y sorprendidos por todo lo que va viendo. Precisamente con el mismo gesto de asombro del Antoine Doinel de los films de Truffaut.
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