(2) HARD CANDY, de David Slade.

CAPERUCITA Y EL LOBO
Este thriller con el que debuta David Slade en la gran pantalla pretende ser una denuncia de la pederastia como perversión sexual y como repugnante delito. Para ello utiliza las ténicas narrativas propias del relato de suspense y del terror psicológico, situándose en esa tierra de nadie que hay entre la crónica realista y el artificio de un género rígidamente codificado. En Hard Candy el realizador no sólo recurre a la claustrofobia, con sólo dos personajes en el interior de una casa mostrada con una foto llena de oscuridad, sino que además invierte los papeles tradicionales de víctima y verdugo convirtiendo a una adolescente en una especie de ángel de la venganza a la caza de adictos al abuso de menores.
Desde que el fotógrafo protagonista conecta y concierta una cita con la chica por Internet, la película encadena una sucesión de escenas que van desde lo previsible a lo inesperado y de lo angustioso a lo reprobable gracias a un cineasta que evita recargar demasiado lo truculento y lo morboso -no se ve la violencia en imágenes sino que se sugieren mediante primeros planos y diálogos- para dotar al relato de una complejidad poco habitual en esta clase de historias.
Hard Candy rompe el mecanismo convencional de identificación del espectador con uno de los personajes -generalmente el bueno frente a los malos- de la trama: ni el adulto ni la adolescente son lo que aparentan ser ni representan modelos a imitar. Sus posturas éticas resultan igualmente rechazables y las dudas sobre la culpabilidad del hombre corren pareja a la indefendible práctica del “ojo por ojo” de la muchacha. El guión de Brian Nelson, a pesar de sus limitaciones, logra una progresión narrativa creciente y un interés que nunca decae, convirtiendo el relato en una auténtica pesadilla.
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