(1) EL GUERRERO SIN NOMBRE, de David Iglesias.

ÉPICA SIN CHISPA
A pesar de haberse realizado con modernas técnicas infográficas que permiten el diseño de escenarios y personajes en un formato de realidad virtual, El guerrero sin nombre naufraga especialmente –de forma paradógica– en el apartado técnico, debido en parte al pobre fondo que contextualiza la historia, muy repetitivo y monótono, y a la escasa, por no decir mínima, movilidad y expresividad de personajes.
Por lo que respecta a la historia, que narra las aventuras de un mercenario y su inseparable escudero que deben proteger a un ser con extraordinarios poderes pero susceptible de ser corrompido por un poderoso mago con intenciones de conquistar el mundo, lo más sorprendente es la caracterización de unos protagonistas incapaces de despertar la identificación del espectador por su actitud antipática, fría y carente de sensibilidad. No hay sentido del humor –de hecho los colores que dominan son oscuros, presentado un mundo tétrico, casi gótico–, y los pocos comentarios jocosos que aparecen están cargados de ironía y sarcasmo, como los personajes de las novelas de Albert Camus. En ese sentido, más que héroes por vocación lo son por accidente, por lo que El guerrero sin nombre carece del optimismo, de la pasión generada por ideales y sentimientos y del espíritu de progreso humano propio de las películas clásicas de aventuras.
A lo largo de la proyección fui observando el comportamiento de los escasos niños que había en la sala de cine –acompañados por sus abnegados padres– movido por la curiosidad de ver las reacciones de los auténticos destinatarios de este producto animado. Su falta de atención y sus constantes distracciones en otras cosas que no eran la pantalla me empujan a pensar que no les entretuvo lo suficiente. Y es que el público infantil es más exigente de lo que pensamos.
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