(1) LA MALA EDUCACIÓN, de Pedro Almodóvar.

MÁS DE LO MISMO
El mundo del arte y de la cultura también está lleno de contradicciones paradojas. El nacimiento de una nación (Griffith) y Metrópolis (F. Lang) son dos monumentos del cine pese al racismo de la primera y las ideas filonazis de la segunda. Pedro Almodóvar, con su admirable valor cívico y su coherencia personal, nos sigue pareciendo sin embargo un cineasta discutible lleno de limitaciones, epse a la fama y los premios que le adornan. Pero no son manías nuestras, creo que hay motivos.
Guionista y director intuitivo, autodidacta, imaginativo, fantasioso y repleto de referencias autobiográficas -muchas de ellas tomadas de la calle, donde confiesa no poder salir ahora, atosigado por el peso de la popularidad-, Almodóvar ajusta cuentas en su última película con la (mala) educación recibida en los colegios de curas y evoca de nuevo esos fantasmas interiores que le conducen al universo ambiguo y mórbido de los travestis, las drogas, los iconos gay y los deseos prohibidos. La creatividad del director manchego es una explosión de libertad en estado puro, pero sin pulir, sin apenas controlar. Ignora lo que es un rígida estructura narrativa, una bien trabada progresión dramática o una sólida construcción de personajes. Se le califica de “posmoderno” y así se le perdona todo: sus figuras estereotipadas: sus relatos que no son como capas de una cebolla que hay que deshojar para acceder a un núcleo significativo más profundo sino que se limita a ser meras piezas acumuladas de un gran puzzle; sus historias y formas de expresión populares heredadas del folletín y de la telenovela; su aliento melodramático que, paradógicamente, casi nunca llega a emocionar; sus constantes citas cinéfilas vengan o no a cuento…
Para sintetizar, el cine de Almodóvar, y La mala educación no es una excepción, está más cerca de las toscas propuestas de “cine de barrio” que de las sutilezas culturales del “cine de autor”. Aquí no hay complejidad o embrollo, no hay un coherente punto de vista narrativo, sino mera yuxtaposición de escenas sin la debida elaboración y selección previas y, como sucede en los culebrones, se van añadiendo personajes y conflictos sin atención alguna a conceptos como los de mesura y verosimilitud dramáticas. La indefinición de La mala educación, desde su guión a su puesta en escena, conduce pues a esa ambigüedad entre la denuncia y la nostalgia del colegio religioso: entre curas pederastas y despertar adolescente de los sentidos; entre pasado y presente, en definitiva entre realidad y ficción.
También se rinde homenaje al cine negro, una ridícula pretensión que se traduce en la comisión de un asesinato y en unos perosnajes que tienen todos un lado oscuro o perverso en sus vidas. Verdadero batiburrillo de ideas y sentimientos, nos hallamos ante un film cuya creatividad se mueve entre la ingenuidad y la pasión, entre un erotismo obsesivo y la búsqueda sincera aunque fallida de nuevos modos de expresión. Una película hecha contra los tabúes y los olvidos pero voluntariamente contenida y pudorosa, ya que el morbo de las situaciones no se traduce en imágenes escandalosas, probablemente una autocensura que facilitará su difusión en las restrictivas salas de cine comerciales del mundo.
Una meticulosa dirección de actores, una buena fotografía de José Luis Alcaine y una brillante partitura musical de Alberto Iglesias confieren empaque industrial al producto destinado a convertirse en gran éxito de taquilla.
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