(3) EL TREN DE LA VIDA, de Radu Mihaileanu.

UNA FÁBULA HUMANISTA
El segundo largometraje de Radu Mihaileanu —cineasta rumano exiliado en tiempos de Ceaucescu a Israel y Francia, ayudante de dirección de Trueba, Ferreri, Mocky, Niermans, etc.— ha provocado las retincencias de algunos debido a su estilo poco realista al abordar temas serios como la ferocidad del nazismo y la tragedia del Holocausto. Se olvidan que Chaplin, con El gran dictador (1940), y Lubitsch, con Ser o no ser (1942), lo hicieron con gran sentido del humor y que incluso los discutibles repertorios sentimentales de Capra (¡Qué bello es vivir!, 1946), De Sica (Milagro en Milán, 1951), Berlanga (Calabuch, 1956) y Benigni (La vida es bella, 1997) pueden adquirir justificación ética por su condición estética de fábulas humanistas trufadas con buenas dosis de idealismo y de utopía.
El tren de la vida es un film inspirado en una leyenda, palpablemente irreal, sobre el éxodo de un pueblo de Europa central que escapó del exterminio cruzando las líneas alemanas en un tren conducido por los propios judíos disfrazados de soldados y de oficiales nazis. Un perfecto equilibrio entre comedia y drama, entre realidad y ficción, confiere al relato una fuerte dimensión poética, con fundamental importancia del humor y de la música como sustentadores históricos del instinto de resistencia ante la adversidad y de supervivencia ante la amenaza de muerte.
La película ha tenido un gran éxito de público en numerosos festivales, su protagonista es eminentemente colectivo, aunque es el personaje del loco el narrador del film en el papel de vidente, soñador o iluso que arrastra a toda la comunidad a vivir su fantasía: una autodeportación que evite el genocidio, en 1941, en medio de la confrontación ideológica interna entre el mesianismo de la ortodoxia hebrea y el materialismo del comunismo militante.
Al logro de esta hermosa película, co-producida entre Francia y Bélgica, han contribuido además del realizador —conocedor por testimonios familiares de las auténticas costumbres, tradiciones y personajes anteriores al Holocausto—, la cámara de Yorgos Arvanitis —una fotografía luminosa y cálida apropiada para ilustrar un acuerdo lleno de vitalismo— y la música de Goran Bregovic —habitual en las bandas sonoras de Emir Kusturica por ser un experto en mezclar aires eslavos y ritmos gitanos—.
El tren de la vida no es, pues, un film blando y tramposo como pudiera parecer. El sorprendente final confiere sentido a todo el relato y legitima los “excesos” de optimismo y de esperanza por el carácter quimérico y utópico del discurso fílmico, un tono que viene a reforzar precisamente la dimensión trágica del descubrimiento de la realidad.
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