(1) LA MILLA VERDE, de Frank Darabont.

EN EL CORREDOR DE LA MUERTE
El segundo largometraje de Frank Darabont, también un relato carcelario como lo fuera el magnífico film Cadena perpetua (1994), es adaptación de una novela de Stephen King publicada en seis capítulos por entregas en 1996 y me ha resultado bastante decepcionante. A esta negativa sensación han contribuido diversos factores como la excesiva duración del film, la arbitraria mezcla de géneros con códigos expresivos muy diversos como son el drama realista y el fantástico, y cierto esquematismo en la construcción de personajes, maniqueamente clasificados en buenos y malos para ganarse las simpatías o el rechazo del público.
La milla verde es una película narrada mediante un gran flashback gracias al cual un anciano recuerda en primera persona cuando fue vigilante en una prisión del sur de los Estados Unidos en los años de la Gran Depresión, dirigiendo su memoria a cuatro condenados recluídos en el corredor de la muerte a la espera de su ejecución en la silla eléctrica. El clima claustrofóbico de la cárcel y la miseria material de las capas sociales más populares toman su inspiración en las fotografías de época de Walker Evans y en el universo literario de Faulkner y de Steinbeck, pero no hay reflexión filosófica o moral en torno a la pena capital sino una cruel exhibición de los destrozos físicos producidos por el alto voltaje y una consideración de la terrible posibilidad de matar a un inocente.
Pero pese a la buena labor de los actores y a la acertada ambientación creada por los decorados, las intenciones humanistas y las consideraciones sociales de la película naufragan en gran medida por el exceso de efectismos y por una superficialidad que son consecuencia de las concesiones hechas a ese espectador mayoritario que prefiere el consuelo de los buenos sentimientos y la gratificación de la falsa poesía al rigor y a la complejidad.
En ese sentido cabe entenderse la presencia del ratón amaestrado como mascota y alivio de la soledad; los poderes sobrenaturales, capaces de curar o de resucitar, del gigantesco negro todo bondad, dulcura y lucidez; y esa referencia cinematográfica a Sombrero de copa (1966) con el etéreo baile de Fred Astaire y Ginger Rogers al compás de la música de Irving Berlin, forzado contraste entre el glamour hollywoodiense y el trágico infortunio de los condenados a muerte.
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