(2) CARRETERAS SECUNDARIAS, de Emilio Martínez-Lázaro.

LA ESCAPADA
El punto de vista subjetivo del adolescente, en primera persona, vigente en la novela de Ignacio Martínez de Pisón se vuelve más objetivo, de tercera persona, en la adaptación que el propio escritor hace al elaborar un guión donde, sin embargo, sigue prevaleciendo la óptica moral del hijo, encarnado por Fernando Ramallo.
Estamos en 1974, en la agonía del franquismo, y aparecen los primeros televisores en color y el Citröen “Tiburón” de Antonio Resines se erige en símbolo de un aparente esplendor personal que, más adelante, descubrimos que sirve para encubrir a un personaje pícaro, farsante y fracasado con aspecto de triunfador en los negocios. Y como telón de fondo, la rivalidad entre los miembros de la familia dividida en ricos y pobres, en vencedores y vencidos tras la Guerra Civil. Buenos actores, una correcta planificación, una foto excelente y una brillante banda sonora musical.
Planteadas las intenciones y, sin duda, muchos de los aciertos del film, he de confesar sin embargo que he sentido cierta decepción y que, como suele decirse, no he acabado de entrar en la historia narrada. ¿Motivos?
En primer lugar, la indecisión del relato entre comedia y drama, su “tono” ambiguo entre dos géneros tan distintos y la poco sutil transición desde el primero al segundo y viceversa. En segundo lugar, la discutible mirada vertida sobre el tardofranquismo, la excesiva alegría del clima retratado, una época de fuerte contraste entre la omnipresente represión y las ansias de libertad que fue algo más que una manifestación callejera disuelta a golpes por los grises. Finalmente, resulta discutible el diseño de algunos personajes y situaciones, forzando la verolimilitud mediante unos gruesos trazos que van desde los sucesivos fracasos del padre y la rivalidad con su hijo a las fáciles aventuras del presunto seductor.
Así pues, ignoro si por un guión demasiado rígido o por falta de sensibilidad en la dirección, Carreteras secundarias cae en cierto esquematismo y superficialidad cuando sabemos que la realidad se caracteriza precisamente por el dominio de los tonos grises frente al blanco y negro, por la presencia de lo complejo y lo contradictorio planeando siempre sobre la condición humana.
No creo, ni falta que hace, que la película sea una genuina road movie porque los sucesos más importantes no tienen lugar en la carretera sino en las estancias, en las sucesivas viviendas de los protagonistas.
El relato termina con un final feliz clásico, con la recuperación de la herencia familiar y la reconciliación paterno-filial. ¿Añade este desenlace coherencia y profundiza la película o sólo supone una mera concesión a la taquilla? Yo seguiré añorando la maestría de Secretos del corazón (1997), de Montxo Armendáriz.
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