(2) COPLAND, de James Mangold.

SOLO ANTE EL PELIGRO
La larga tradición del cine USA en el tratamiento de la corrupción policial tiene su continuación en Copland, un relato fruto tanto de las observaciones infantiles de su guionista y realizador James Mangold como de una minuciosa documentación entrevistando a investigadores de “asuntos internos”, funcionarios encargados de aclarar y depurar responsabilidades entre los policías en todo lo relacionado con pruebas falsas, favores amistosos, omisiones corporativistas, falta de respeto a las garantías jurídicas, sobornos, falsos informes y demás irregularidades profesionales.
El film cuenta con excelentes actores —Robert De Niro, Harvey Keitel, Ray Liotta, etc.— pero especialmente cabe mencionar la presencia de Sylvester Stallone que, más grueso que nunca, abandona sus papeles de superhéroe forzudo para convertirse en un sheriff solitario y acomplejado, aunque sus esfuerzos por mantener la sobriedad interpretativa no le impiden continuar casi tan inexpresivo como de costumbre.
Muchos de los agentes que trabajan en el caótico y violento Nueva York atraviesan el río Hudson para descansar en Garrison, un pueblo cercano a New Jersey, que han convertido en un lugar tranquilo y seguro. En realidad, paradógicamente, esta aparente armonía oculta una profunda corrupción, pues sus confortables casas han podido ser adquiridas merced a sus contactos con la mafia.
El sheriff encarnado por Stallone, un paleto al lado de los experimentados polis de la gran ciudad, descubre la verdad oculta y se plantea un gran dilema moral: ¿debe callar por amistad o denunciarlo por respeto a las normas? Y así, su personaje adquiere rasgos de héroe del western, solo ante el peligro, luchando por el trunfo final de la ley y el orden.
Una magnífica fotografía de Eric Edwards y una correcta banda musical de Howard Shore contribuyen al logro de un producto industrial bien acabado pero que junto a las virtudes del cine comercial que más nos gusta exhibe algunos de sus peores defectos.
Bien está la denuncia de la desmoralización de los policías, de la pérdida de los ideales juveniles cuando la dura realidad cotidiana acaba imponiendo la codicia sobre los grandes principios que garantizan la pacífica convivencia ciudadana. Pero, una vez más, se recurre al maniqueísmo y al sensacionalismo para captar el favor del especador aun a costa de una merma de verosimilitud. Los buenos y los malos monolíticos, la corrupción generalizada, la cadena de asesinatos y el desenlace ejemplar son componendas que reducen el interés de la película a unos niveles demasiado apegados al mero espectáculo. Por eso seguiremos añorando títulos modélicos como Los sobornados (1953) de Lang o El merodeador (1951) de Losey.
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