(2) HAMLET, de Kenneth Branagh.

EL RESTO ES SILENCIO
El Hamlet shakespeariano de Kenneth Branagh viene a sumarse a la larga lista de adaptaciones que de la famosa obra escrita hacia 1599 se han realizado desde los inicios del cine mudo, aunque las más conocidas sean las dirigidas por Lawrence Olivier, G. Kozintsev y F. Zeffirelli. La película de Branagh tiene una duración original de cuatro horas, pero la que ahora se exhibe es una versión reducida a poco más de dos horas, mientras el formato primitivo de 70 mm. se ha adaptado a los habituales 35 mm.
Una vez más hay que recordar que la importancia de la obra de William Shakespeare, de Hamlet en concreto, no radica en su argumento, un auténtico folletín de capa y espada con ininterrumpida sucesión de lances dramáticos tan infaustos como extraordinarios, todo ello servido con una estructura espacio-temporal a veces confusa, sino la forma de narrar verbalmente los hechos mediante hermosísimas metáforas, la fuerza de los caracteres y la belleza lírica en la expresión de los sentimientos.
Adaptando la obra a una época situada a mitad del siglo XIX, ubicada la tragedia en una corte danesa de tipo militar donde se aúnan con ostentación poder y riqueza, la película cuenta con el atractivo comercial de multitud de famosos y magníficos actores británicos y estadounidenses, presenta un look de brillante colorido y luminosidad, ilustra visualmente mediante breves flashbacks algunos sucesos del pasado, potencia mediante efectos especiales la dimensión fantástica del relato, materializa escenográficamente el clima cortesano de intrigas y conspiraciones mediante espejos que reflejan la doblez e hipocresía de los personajes y, en fin, procura hacer olvidar su origen escénico con una cámara dotada de gran movilidad, con travellings circulares, con planos tanto generales como cercanos a los rostros, gracias a la excelente fotografía de Alex Thompson.
La visión que Kenneth Branagh nos ofrece de los infortunios del príncipe de Dinamarca, un Hamlet desaprensivo y dubitativo ante las acciones a emprender, ha sido definida como un “sórdido melodrama existencial”, en el que no faltan las ráfagas de humor, mediante el que el público es conmovido por la grandeza moral o la villanía de protagonistas y antagonistas, y donde las pasiones eternas de la Humanidad adquieren un ropaje formal dominado por la idea de espectacularidad, con grandes escenarios naturales y lujosos decorados, suntuoso vestuario y cientos de figurantes cuyo despliegue, propio de una superproducción al uso, viene posiblemente a difuminar la coherencia y la fuerza expresiva de las geniales palabras del dramaturgo inglés.
En su tercio final, el film acusa de un excesivo atropellamiento, un desenfreno dramático cuya artificiosidad nos remite a un histrionismo más propio del espectáculo operístico. Por unos u otros motivos, una cierta insatisfacción acaba embargando al espectador tras finalizar esta singular versión de la inmortal tragedia shakespeariana.
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